EL LUGAR MÁS TRISTE Y NECESARIO
by CiudadanosEnRed
Rosa María Ramírez muta su expresión ante la cámara y se voltea con el glamour de una modelo en la pasarela. Llena de seguridad se quita la chamarra y brazos en jarras desafía al fotógrafo. Tiene 47 años y unas extremidades esqueléticas, dos alambres parte de un cuerpo castigado por el VIH. Un letrero, colgado en el lugar donde duerme en la enfermería, informa a todo el que pasa de que ella es seropositiva. Lleva el rostro muy maquillado, el cabello negro largo y el busto operado. Pese a lo demacrado de su aspecto, de su voz débil y de su expresión triste, es un ejemplo de recuperación. Hace unos meses apenas podía moverse. Servidora sexual desde hace casi treinta años en el metro Revolución, una céntrica parada de la capital mexicana, Rosa María comenzó a trabajar detrás de una barra a los doce años. “Ahora tengo diabetes”, dice mostrando la s piernas deshidratadas y llenas de moratones bajo la falda. Hace unos meses debió operarse por la infección de unos implantes que se había puesto en el glúteo. Necesitaba ayuda para todo. “No aguantaba el dolor”, dice. No tiene familia, ni nadie cerca, así que inició su rehabilitación en Villa Mujeres. Habla del lugar como si estuviese en su casa: “Aquí me cuidan y me consienten, pedí en el hospital que me trajeran de vuelta”.
Como ella, un total de 454 internas que no cuentan con ninguna red social viven en el albergue, un centro dependiente del Gobierno del Distrito Federal donde el 80% de las ingresadas padece algún trastorno mental. El asilo acoge cuatro programas diferentes: el de las residentes permanentes, el de las transitorias (que son aquellas que solo van a dormir), el de las madres con hijos (mujeres sin red familiar o víctimas de maltrato con menores de 15 años a su cargo) y el de campaña de invierno, que dura de noviembre a febrero.
Entre los muros de este gran complejo los días van pasando para la mayoría sin más ambición que la actividad que dictan las rutinas. En muchos casos, detrás de la valla que las protege de la calle no hay ningún referente. En el patio, más de un centenar de mujeres ancianas, algunas tiradas por el suelo, aguardan a que llegue la hora del almuerzo. La mayoría están ociosas con la mirada vacía, ausente. Apenas hablan entre ellas, pero sus voces, con sus delirios individuales, arman jaleo en la mañana de un jueves de verano.
Villa Mujeres es un refugio tan triste como necesario, de instalaciones muy viejas, casi reflejo del deterioro de sus huéspedes, y fuera de los focos de la prensa. Ellas, las internas, nunca han sido noticia. Tan siquiera para los suyos. Olvidado en una colonia popular de la delegación Gustavo Madero, en la Ciudad de México,el centro solo ha recibido en una ocasión la visita de la máxima autoridad del Gobierno local, Miguel Ángel Mancera. Fue el pasado junio, el día que se inauguraba un aula en la que 18 alumnas tendrán la oportunidad de recibir clases este curso. No visitó nada más que eso. No llegó a la enfermería, una sala con hasta diez camas en la que conviven enfermas de toda clase. Tampoco vio las habitaciones comunales que no han sido nunca reformadas, ni se sentó en los bancos rotos del patio. No atravesó los pasillos que huelen a orina.
“El mayor reto- explica la directora del centro, María Dolores Sánchez Rojas- es lograr que más usuarias se reintegren al núcleo familiar o al laboral y que se les de la atención que requieren”. Sánchez Rojas reconoce que con los medios actuales no se puede dar una cobertura del 100%,”Estamos muy limitados en ese sentido. Tenemos poco personal. Son 118 personas divididas en cinco turnos, insuficientes para sacar toda la limpieza y atención”. La formación de la plantilla para dar un servicio de calidad y digno a las usuarias también ha sido caballo de batalla de esta dirección, que desde su llegada, en 2012, ya se ha visto obligada a trasladar a algunos trabajadores incapaces de respetar las reglas.
Frente a la puerta de uno de los pabellones, una bolsa de basura transparente tamaño jumbo con pañales ya usados hace las veces de elemento decorativo. “¿Nadie se los ha llevado hoy?” pregunta la directora a una señora que friega el piso del área dedicada a las residentes en silla de ruedas con algo que parece lejía usada. “Nadie”, responde.
María Dolores Sánchez, trabajadora social por estudios y vocación, admite que en el último año sólo ha habido remodelación en los baños. A primera vista uno percibe que hace tiempo que no se pintan las fachadas, se compra mobiliario nuevo o se cambia el suelo. “Se necesita mantenimiento continuo en todo: instalación eléctrica, hidráulica, herrería, puertas, ventanas, pintura por la parte exterior... Sin embargo -dice de nuevo-, las cuestiones de presupuesto lo limitan”.
En la mañana de este jueves de final de julio, además del reportero gráfico para quien todas las residentes quieren posar, la otra persona más popular en Villa Mujeres es su directora. A cada paso que avanza por el jardín para mostrar el complejo, las internas la rodean para pedirle algo. A veces es la hora, otras un abrazo, pero también quieren papel higiénico. Casi lo suplican, como un ruego humanitario. “Lolita, por favor, ¿a qué hora lo repondrán? Es que tengo diarrea porque comí un postre con leche condensada que preparamos nosotras el otro día y no tenemos ya papel”. Una mujer anciana pide una ducha: “Se me pasó la hora, señorita, pero necesito lavarme, aunque sea en agua fría”. “Espere a las diez de la noche, que volvemos a abrir la caliente”, le responde Sánchez.
Salvo a veces alguna sonrisa, y la zona dedicada a guardería, nada en este lugar es reconfortante. Después de pasear un rato por las instalaciones la mezcla de olores percibidos (lejía, cuerpos sucios y orín) tarda horas en marcharse. El complejo traslada al visitante a otro tiempo, haciendo imposible pensar que a veinte minutos de distancia hay una Ciudad de México repleta de Zaras, Mc Donalds, salas de cine 3D e infinidad de antros de moda. Ana Laura, una mujer de 54 años con suéter rosa, cabello gris corto y la cabeza siempre agachada lo sabe bien. Ella fue actriz y rodó películas con el cantante Juan Gabriel, pero ahora, con esquizofrenia paranoide y habiéndolo perdido todo, ya no quiere hablar de eso.
Casi de salida, una joven de unos 200 kilos de peso y que aparenta llevar varios días sin ducharse, se acerca para charlar con los visitantes. Aunque esgrime cualquier excusa, enseguida revela su interés: “Quiero novio, directora”, dice mirando de reojo al fotógrafo que la acompaña, uno de los pocos hombres que se encuentran en el recinto esa mañana. “Muchas están aquí porque nadie las quiere”, cuenta Sánchez Rojas a propósito de los afectos. “Algunas sí tienen familia, pero los parientes decidieron que no querían hacerse cargo de ellas”. Es el caso de Ana, una mujer de 32 años deficiente y con problemas de lenguaje. “Es mi mamá”, dice abrazándose a la mujer que hoy tiene como misión dirigir el centro. Ella le sonríe y responde cariñosa porque sabe que el gesto suple otras carencias y que su tarea, la profesional, implica mucho más que la gestión de un presupuesto exiguo desde una oficina.
El País
Comentarios
Publicar un comentario