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Por Víctor Manuel Estupiñán Munguía*

“Mi sentimiento de la Vida, mi vitalidad, mi apetito desenfrenado de vivir y mi repugnación a morirme me lleva a afirmar que con razón o sin razón o contra ella, no me da la gana morirme. Y cuando al fin muera, si es del todo, no me habré muerto yo, esto es, no me habré dejado morir, sino que me habrá matado el destino”.

Miguel de Unamuno, “Del Sentimiento Trágico de la vida”.

Juanito Malrudo Rumaldo

Mientras que los 60’s se iban y, los hippies se transformaban poco a poco para poder sobrevivir, allá en aquel pueblo llamado Ures, se encontraba un “racimo” de niños y algunos jóvenes distribuidos por colonias reconocidos por sus andanzas pilleriles,  aventuras  y travesuras.

Las películas, el cómic y las condiciones de vida familiar y social, fueron las guías de las tiernas vocaciones de aquellos  jóvenes “rebeldes sin causa”, sin embargo, ellos siempre tuvieron una cascada de causas para definirse como tales.

Algunos de ellos también eran reconocidos por sus apodos,  me acuerdo muy bien del “Tatín”, “El Sibona”, “El Kilo”, “El Chivo”, “El Joyo Jondo”, “Los Búchalos”, “Laurón Durán”, “El Calveras”, “El Chiriqui”, “El Toti”, “El fumigón”, “El Cachorón”,  “El Kalimán”,  “El Pájaro”, “Alfredo Zazueta”,  “Marco Tini”, “El Flavio”, “El Chivo” Villascuza, “El Lewis”, “El Richard”, “El Raúl”, “El Pirri”, “El Mocho”, entre otros de los más pesados.

Luego  los menos pesados como “El Pelo de Oro”, “Calixtro”, “El Gringa”, “El Tili”, “Florencio”, “El Zorri”, “Mariquín”.

También recuerdo con melancolía de que muchos aprendimos a “juntar” trigo de los carros que llegaban al “Molino Urense”, en aquellos meses de sumo calor, por cierto que después de la descarga, nos  dábamos a la tarea de venderlo por las calles hasta en sacos, transportados por carretillas.

Otros sólo nos conformábamos con juntar para alimento de los pichones que criábamos en nuestras casas, esos eran los entretenimientos sanos de los niños y algunos jóvenes, pues en esos tiempos  no había tv.

También había pilluelos dedicados especialmente a robar pichones, conejos, gallinas, entre más. Las técnicas eran de las más diversas, los resultados también.

Por cierto, cada colonia tenía sus manojos de “chavalos” y sus respectivas graduaciones. En  nuestras “cuadras”, concretamente en “el callejón” nos juntábamos : “El Gil”, “El  Jito”, “Los Zazuetas” que eran Alfredo y “El güero Zazueta””, “El Caco” , “El Nacho”, “El Javier”, “El Tobi”, “El Chovi”, “El Oso”, “El Chato”, “El Gordo Romo”, “El Héctor”,  “El Tino”,  “El Gustavo”, “El Jenrry”,  “El Pollo”, “El Pedro”, “El Rafa”, “El Manuel Nacho”,  a veces llegaba “El Darío”,  “Laurón Noriega” y sus hermanos, “El Juchi”, entre otros.

A todos estos albergaba aquel callejón que olía a energías, sudores, pelotas, trompos, canicas, valeros y, uno que otro pleito que no podía faltar.

Muchos tenían sobrenombre o apodos, sin embargo, no era sinónimos de jóvenes delincuentes o vagos.

Ese querido callejón se convirtió en campo donde se escenificaban diariamente  las batallas más cruentas de toda la historia. Escenificándose los duelos de los pistoleros como Antonio Aguilar, Rogelio Guerra, etc., todos matones a toda prueba que aleccionaban con sus ejemplos de las películas de los domingos y, que eran reproducido y actuado posteriormente en ese callejón de los estudios “churru-busco-vagos”.

Así, de repente, “El Zorro” se enfrentaba a “El Látigo Negro”, entre  otras difíciles contiendas, donde ninguno se quería morir, pues los 2 eran igual de justicieros, famosos y matones, según las adaptaciones particulares de sus intérpretes.

Pero el repertorio era inagotable, allí también llegó  la primera y segunda guerras mundiales. Recuerdo con santas señas de que las señoras que salían de misa o, las que pasaban por allí, sabían que no era fácil transitar por una zona de guerra, a veces, teníamos que extenderles salvoconductos. Pero en otras ocasiones, en lugar de aceptar los salvoconductos,  nos extendían bombas con diversos decibeles de chines y madrazos, aunque después se tenían que persignar.

Seguramente que a toda la tropa loca se les quedó muy gravadas esas matazones y violencias de bazucas, granadas, ametralladoras, pistolas, rifles  y cuchilladas con bayonetas caladas, otras, allí se “calaron”.

A veces, hasta la luna que llegaba temprano y bien llena después de la hora de la cenar, disfrutaba con tantas aventuras y emociones. Muchas veces le gustó tanto aquellas aventuras maravillosas y muy intensas, que hasta nos ayudaba a quedarnos más tiempo del debido.

Ya que nos alumbraba por más tiempo y no nos cobraba recibo de luz,  como ahora lo hace la comisión federal de electricidad.

En cambio, a las estrellas les gustaba más cundo se desarrollaban los torneos de fut-bol. Recuerdo muy bien que en ese famoso callejón, se desarrolló el torneo por la copa mundial de “YU RI ME”, y otras muchas más.

Incluso, también me tocó ver las “otras” copas por los más vagos, es decir, las primeras copas de centeno, mezcal o copas de vino y bacanora.

Mientras que mi madre a veces nos quitaba pelotas de beisbol, en cambio “Vidala”, Elenita y Lucía, lo hacían con las de futbol; sobre todo cuando se ponía “temblando” de chamacos el callejón, es decir, cada viernes, sábado y domingo.

También las lunas y las estrellas fueron testigos de infinidad de pleitos y alegatos que desataban los “fauls” o los goles en los juegos, pues no había árbitros ni redes, solo dos piedras que se movían a la conveniencia del que gritaba más fuerte o, que ya tenía vocación de priista.

Recuerdo que “El chato Romo y “El güero Zazueta”, siempre fueron los mayores “come balas” y los más tragones que jamás se haya conocido en todo el oeste, este, sur y norte, de nuestra colonia.

Por más balazos que le tupíamos todos los demás de la gavilla, siempre decían que jamás les dábamos o, que la medalla de oro u estrella de sheriff que traían les detenían las balas. En otras, decían que traían una cruz larga o la placa  de sheriff escondida en la bolsa de la camisa  y,  que hacía la misma función de la anterior.

De plano eran balas desperdiciadas ante tales “poderes” y “suertes” que los demás no teníamos. Además podían pelear contra dragones, tigres, osos, hombres lobos, seres de otros planetas, vampiros y una lista interminable de malvados, pelados y peludos.

Un verdadero bestiario que ya lo hubiera querido “El Santo”, “Bludemon” y hasta “Capulina”  para el repertorio de sus películas churrosatánicas.

Sus aventuras como por arte de magia, hacían desaparecer las horas de la noche, a veces,  hasta la luna se asustaba con tantas criaturas “peludas” sueltas y monstruosas, que seguramente no conocía, pero que allí se venía enterando de sus existencias.

De verdad que “El chato Romo y “El güero Zazueta” eran los  grandes magos de casi todas las noches; eso sí, con varitas mágicas en las lenguas.

Así, cada colonia tenía sus líderes rebeldes, sus guías, como quien dice, maestros de la vagancia y ocurrencias  de toda clase. Y por supuesto, que también se contaba con el pelotón raso de personajes de “menos monta”.

Las colonias y las cuadras se encontraban bien surtidas, tanto por apodos como por reconocimientos de sus líderes. Algunos ya tenían mucho camino recorrido, esos eran los “maestros”, los “gurús”  del pueblo y, sobre todo,  de la chamacada.

Las caídas “al bote” eran parte del currículum distinguido  de una carrera gris y, algunos casos, hasta  negra.

Cuando de repente llegaba de visita uno de los “pesados” a una colonia de novatos, provocaba mucha intranquilidad, hasta pavor. Muchos de nosotros recordábamos que teníamos pendientes que hacer en nuestras casas y, de inmediato nos íbamos a realizarlas.

Por ejemplo, cuando por mala suerte pasaban por nuestra colonia o callejón, alguno de los terribles, como “El Cachorón” o “El Joyo Jondo”, los primeros en desaparecer muy calladitos, eran precisamente los personajes que anteriormente habían estado brillando con sus hazañas heroicas como  “Juan Sin Miedo”, “El Santo”, “Bludemon” y, al  hasta a el “Mil Máscaras” le faltaban máscaras para pasar desapercibido y, así poder huir de dichos personajes de carne y hueso.

La cosa se tornaba peor, cuando “El Cachorón” y  “El Joyo Jondo” se encontraban, las peleas eran sangrientas, “la pitahya” salía a relucir, a pesar que la mayoría de los caso, no era su temporada.

La verdad es que al “Cachorón”, hasta EL “King kong” (por cierto, personaje que en esos tiempos andaba muy de moda por su debut en el cine),  le sacaba la vuelta. Pues vi cuando repentinamente se convirtió en simple chango y luego en monito araña, hasta desaparecer. Pareciera que le había tenido pánico a ese “Cachorón” que más bien parecía “Gortzila” de carne y hueso.

Recuerdo muy bien que cuando el “Cachorón” llegaba a nuestro querido callejón, hasta la luna se escondía tras la nube. En cambio, las estrellas bajaban su luz lo más tenue posible y, los personajes “normales” de esos momentos se desvanecían en la nada, como por arte de magia reptiliana.

Vi algunas veces cuando “El Kalimán”, con todo el poder oriental se desvanecía cuando veía venir al “Cachorón”, que por cierto,  entre nuestra pandilla siempre andaba sin turbante y, siempre sin “Solín”, quien sabe por qué orientales motivos.

Su disciplina y enseñanzas orientales e hindús era tan completas que con su tercer ojo, veía cuando se acercaba “El Cachorón” y así, se hacía invisible o desaparecía sin previo aviso.

A veces, otros personajes de menor monta  eran recibidos como huéspedes distinguidos, siempre y cuando no robara o golpeara a alguno de nuestra cuadra. Y, en cambio, dejara enseñanzas y lecciones pilleriles, mañas y hasta una que otra “leperadas” o experiencias con mujeres, no importaba que fueran mentiras o entreveradas.

Después, el tiempo nos fue arrancando de aquel mundo intenso, puesto que parecía que vivíamos dentro de sueños fantásticos.

Así, algunos nos fuimos a Hermosillo a tratar de conseguir alguna licenciatura, aunque fuera tecnocrática, mientras que otros buscaron y consiguieron el título de Ingeniería de corte deshumanizante; otros, el título de contadores de metales y de pedazos de árboles con denominaciones, pues no había más. Algo era algo, puesto que la Universidad no te educaba integralmente, sino sólo te instruía como siempre lo ha hecho.

En esos tiempos que aún nos aferrábamos a nuestra identidad, dándole la espalda a las etapas evolutivas de Jean Piaget, seguramente que  muchos de nosotros hubiéramos preferido estudiar el túnel del tiempo o, cómo construir mundos fantásticos para siempre.

En cambio, algunos, desgraciadamente de los que se quedaron rápidamente lograron maestría en desaparecer objetos, es decir, en ciencias ocultas y, los menos, hasta doctorado en pillerías holísticas, como por ejemplo, cómo vivir de los demás en forma cómoda o, a distancia.

Pero continuando, Juanito Malrudo empezaba a vivir sus primeros años de infancia en el seno de aquel pueblito de la sierra que lo había  visto nacer: “La olvidada Atenas”, llamada así por haber sido un lugar de cuna de mucha cultura.

Paradójicamente, por falta de esa cultura se victimaría cotidiana y anónimamente a un joven rebelde e inculto.

A Juanito Malrudo le tocó nacer en un hogar sumamente humilde, su casa aún recuerdo, de adobe, de dos cuartitos y con piso de tierra, vigas robustas de palma y, paredes de paloma encaladas.

Parecía que vivía entre paredes de sábanas frescas, aunque manchadas de pecas de hollín y, arrugas del tiempo.

Allá arriba, los carrizos que ya no aguantaban más sus enfermas y delgadas columnas vertebrales, con sus inaguantables achaques y reumas de llovidas mal cuidadas, a punto de quebrarse.

Por cierto, que cada vez que abrían o cerraban con fuerza la puerta, dejaba caer una llovizna de tierra de techo.

Sin lugar a dudas, las lógicas andaban muy mal para “Juanito Malrudo”, parecían que andaban borrachas, puesto que enseguida se encontraba el famoso “El paralelo 38 bar”. Sólo faltaba que también pasara por allí, algún meridiano con sus grados de alcohol saturado.

A este sector o parte del pueblito le llamaban “La Colonia”, teniendo muy mala fama, puesto que se encontraba en la orilla del pueblo.

Se creía que entre más lejos se vivía del centro del pueblo, la gente era más mala. Es decir, menos educada, incluso que era gente maldita y lépera, aunque también se le asociaba como gente delincuente.

Algo muy parecido a lo que sucede hoy en día en la ciudad y, que vemos reproducido en el ámbito de pueblos.

Según un ilustre anciano del pueblo, este legado cultural se lo debemos a los españoles, puesto que nos dijo que es el modelo de urbanización y colonización, el cual comprende implícitamente que “la gente de bien” siempre viva muy cerca de los respectivos espacios y palacios espirituales y políticos, como la iglesia y, el palacio de gobierno respectivamente.

Y, entre más se aleje de ellos, entonces su ubicación resulta elocuente,  es decir, se traduce lógicamente  que pertenece a “la plebe”.

Por ello, “Juanito Malrudo” también iba a cargar con este prejuicio cultural, pues para su desgracia era un niño que perteneció a “la polvareda”. Como quien dice, semióticamente era un enterrado vivo.

Y como resultado de aquella comparación, el bien en el centro, el mal en la orilla, el centro sin polvo, la orilla una polvareda.

Recuerdo que los pocos carros que había en aquel entonces, tenían su poca actividad en las tardes, precisamente cuando el calor agobiante perdía fuerza al deslizar las horas por el horizonte, lo cual ayudaban a la formación de la famosa polvareda.

Esto  se hacía más grave, ya que las calles de las orillas del pueblo se ensanchaban, o bien, se fundían con ciertos baldíos y,  con ayuda del aire, la polvareda se fortalecía como una bomba con hongo disperso. Con los remolinos parecía radioactividad de tierra y mucho polvo.

Había otras colonias o espacios marcados por así decirlo, ya que estaba “el palo fierro”, “la cárcel vieja”, “la alameda”, “El arroyito”, “El rincón del burro”, entre otras, pero las más notorias eran “el centro”, “la polvareda” y “la colonia”, estas dos últimas, para ciertas gentes eran la misma cosa, es decir, la misma tragedia nomas que revolcadas.

También contaban “El callejón de los Aguilares”, “El callejón del agua potable” y “El callejón de Cuba o Santiago”. Así mismo, el “arroyo del Rancho de San Pedro” y, hasta  Nápoles. Esta última aun persiste a pesar de que es una vieja hacienda de origen porfirista, aunque ricamente remodelada y, por último, el lugar de todos, el más democrático: “el panteón”.

Por otro lado, si consideramos que por la polvareda y/o la colonia no pasaba  “la pipa”, lo cual constituyó en aquel momento un instrumento de distinción y que al mismo tiempo reforzaba la idea manejada anteriormente de “la gente de bien” y “del mal”, agravaba la situación distintiva.

Ya que “la pipa” sólo se concretizaba a regar el centro del pueblo y una o dos calles principales, aunque no necesariamente las orillas,  puesto que se decía que era lo menos desarrollado y lo más feo.

Además no alcanzaba a regar todo el pueblo uniformemente, cuando rápidamente se secaban las calles en el tiempo de calor.

La humildad como se manejaba a nivel sobre todo ideológico infantil, era sinónimo de pobreza, mal vivencia y delincuencia.

Todo este ambiente sociocultural ejerció junto con otros elementos, la suficiente presión determinando una serie de pautas, que hoy en día se nos aclaran pero que en aquel entonces se fueron sumando y victimaron a un inocente más.

Parece increíble que la simple ubicación urbana (centro-orilla), el sistema educativo tradicional de aquel entonces de tipo autoritario; “las buenas costumbres sociales”, “el buen hacer con ayuda de Dios”, mojigatería rancia, entre otros grandes peldaños que protegen los criterios y juicios de valor de una sociedad que ella misma ha establecido como normal, aniquile a inocentes que no respetan el orden institucional que debe prevalecer en este caso, hasta en la calle.

Este sería el gran escenario de la trama de un niño callejero que tomaba indistintamente la calle, el callejón, los baldíos o la propia plaza del lugar, para ejercer su más fuerte ley: el juego de niño, la más completa libertad incondicional.

Pero el juego por hacerse se iba ir dictando según fueran las posibilidades y las presiones en forma de criterios, actitudes, hechos, actividades, que otros niños, adultos, autoridades, maestros y prejuicios culturales, fueran apareciendo en el teatro cotidiano. Es decir, en esa red social y, que todos somos copartícipes y responsables.

El entramado parece de lo más normal cuando se mira desde adentro, en cambio, por fuera se le miran los barrotes de acero y los muros invisibles.

Toda una tramposa prisión libre, sus muros invisibles y sus cadenas ideológicas adelgazadas como hilos de seda china, con supuesta chapa de libre albedrío.

* Víctor M. Estupiñán Munguía: Pensador por distracción Cósmica, contador de estrellas por insomnio creativo, pintor de sueños por terapia humanista, especialista en transgredir las reglas ortográficas de la Real Academia Española, con neurosis cultural debido a que no puedo crear poemas que lleguen al corazón, víctima de la libertad, democracia y ecocidio del capitalismo bárbaro, pero con licencia de la Madre Naturaleza para cortar flores y olerlas.- 

Miembro de S.I.P.E.A. (Sociedad Internacional de Poetas, Escritores y Artistas)- Sonora- “Por la paz del mundo”           victor-79@live.com.mx

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