UN DÍA PERFECTO.
Mire usted, no es por despertarle las bajas pasiones, entre ellas la envidia, pero el domingo pasado fue un domingo perfecto. Empezó bien, siguió igual y terminó mejor. Si bien para muchas personas el domingo podrá haber transcurrido, aparentemente, sin novedad, procedo a demostrarle que no, que el 27 de noviembre de 2011 fue un día perfecto, por lo menos para mí.
Lo que hace memorable esa fecha es que, nomás amanecer, abrí los ojos y ahí estaba: La cara de Adolfo, mi hijo menor. Resulta que llevaba enfermo toda la semana y, sólo por no dejar, el sábado por la noche dormimos juntos ya que María, mi otra retoña, decidió compartir el lecho con Adriana, su mamá, dado que todavía a la media noche se estaba quemando las pestañas, ya sin rímel, con el Ipod. Me dio pena moverla de donde estaba a todas luces tan cómodamente instalada y mandarla a dormir a su recámara así que ahí la dejé y fui a pedirle posada al benjamín de la familia, quien ese domingo despertó ya con el pecho despejado y sin ese silbidito aterrador de los bronquios congestionados.
Ya en pie, desde tempranísima hora hablé con Lola, mi mamá, para invitarla a desayunar y, cosa rara cuando la convocan sin aviso previo ni con varios días de anticipación, aceptó sin remilgos; claro que, para variar, el menudo no le gustó (estaba muy “aguado”); como suelen no gustarle los taquitos de papa (muy grasosos), las ensaladas (¿estará desinfectada la verdura?), los postres (insípidos) y cualquier otro alimento que pueda comer fuera (¡tan caro!). Por lo general, Lola suele quejarse de todo -de la limpieza del local al precio de los platillos- casi como si la que debiera pagar fuera ella (lo que no suele ocurrir). ¡Ah! Pero la vi, platicamos, no reímos, “comimos” prójimo alegremente y en general, nos pusimos al día de nuestras respectivas vidas, de nuestros afectos compartidos, de los pendientes por hacer en estas fechas por venir, en especial, ir a comprar el chaleco que no me regaló el año pasado porque cuando fue por él ya estaban “muy escogidos” o de plano muy feos y no es cosa de que su querido vástago, o séase yo, pase frío en el pecho estas Navidades.
La dejé al fin en su casa y de ahí me fui a saldar una promesa que le hice a María, postergada y por cumplir de tiempo atrás: Empezar con sus clases de manejo. María tiene 15 años y desde hace aproximadamente 10 insiste en que la enseñe a conducir. Pude demorar el asunto un tiempito hasta el pasado domingo en que fui emplazado a respetar la promesa hecha en un inexplicable momento de debilidad de parte mía. Hallar dónde resultó una ardua labor (y no pienso precisar la ubicación de nuestra pista de pruebas clandestina) pero al fin lo conseguimos y aquello empezó. Aquello empezó y exactamente diez segundos después de que mi niña se instalara detrás del volante, ya estábamos camino de la tragedia; si no he puesto el freno de mano a tiempo, todavía estaríamos bajando el carro del cerro al que a punto estuvo de treparnos. Adolfo se desternillaba de risa, yo pasé del color serio que me caracteriza a un pálido verde limón y María a un blanco, tipo papel bond, más preocupada de que la clase terminara antes de haber empezado propiamente dicho que de nuestro, en ese momento, precario estado de salud. No cedí al impulso de retractarme ipso facto y continué con la lección de manejo. No salimos de arrancar el automóvil, matarlo, volverlo a arrancar, matarlo y así, hasta avanzar unos cuantos metros cascabeleando en primera; aquello parecía, según se mire, clase de “quebradita” o acceso de tos compartido entre el vehículo y sus ocupantes. No pudimos transitar a la segunda ni dar vuelta en “U” y ahí terminó la cosa, con el firme compromiso de recomenzar la tortura el próximo domingo.
Luego fuimos por Luisa, mi nieta. La novedad es que me la entregaron sin pañalera, lo que quiere decir que ya avisa lo perentorio de sus necesidades fisiológicas -con todas sus consecuencias-, las que, a Dios gracias, en los hechos sólo implicaron ir al baño unas 30 veces; la inmensa mayoría de las cuales fueron una falsa alarma: “¿Por qué me limpias?”, me preguntó en diversas ocasiones y yo mudo, preguntándome en silencio: “¿Cómo le explico?”; “¿por qué me lavas las manos?”; “¿por qué no me lavas las manos?”; “¿por qué te lavas las manos?”… y yo en las mismas.
En el ínter, Adriana fue convocada por sus parientes a una fallida fiesta de aniversario. Me explico: Armando, su único hermano varón, cumplía años y fue invitado a festejarlos en casa de Gloria, la mayor de las hermanas; el agasajado nos dejó como rosales, plantados, no apareció por ningún lado, pero eso no nos impidió que la concurrencia cantáramos las “Mañanitas”, por lo menos a mi suegra, que se estrenó de mamá del ausente el mismo día que éste vino al Mundo. Ajena al desaire, Luisa comió como nunca, casi media hamburguesa, incluidas la lechuga y el tomate, medio kilo de papitas fritas y al pastel de chocolate le entró con determinación muy resuelta. Nos despedimos del conato de festejo y de ahí nos enfilamos con rumbo al cine (no quería ir); luego cambió de opinión (ahí vamos de nuevo); y al final se durmió sin remedio a punto de comprar los boletos, por lo que emprendí el camino de la retirada y se la llevé a sus papás. Bajarla fue motivo de escándalo, porque despertó en el justo momento en que la envolvía en mi chamarra (hacía frío) y preguntó: “¿A dónde vamos?”; “estamos afuera de tu casa” -respondí-; “¿Noooo, por qué? No quiero.”; y esta vez sí no hubo manera de complacerla y la devolví con la promesa expresa de ir a ver el “Gato con Botas” (la estrenan el viernes), el próximo domingo.
El día terminó, llegó la noche de manera anticipada -a las seis ya oscureció por estos lares- y me halló en el cine con Adriana, viendo una película buena sin ser apasionante: “Contagio”.
Me queda claro que a usted, amable lector, gentil lectora, las peripecias de ese domingo en particular lo puedan tener perfectamente sin cuidado; que el pecho descongestionado de Adolfo, la cita con mi madre, los pinitos de María en el asunto de la manejada, la inagotable curiosidad de Luisa, la malograda fiesta que no resultó un fracaso en lo absoluto y una apacible ida al cine en pareja a ver una película intrascendente, pueden resultar lo más cercano al aburrimiento absoluto, lo sé y le pido disculpas -tardías pero disculpas al fin (si ya llegó hasta este renglón)-, empero, deseaba compartir esa experiencia con usted; reiterarle lo que he escrito en otros lados: La felicidad se puede medir a partir de esas alegrías apacibles, mínimas, repetibles, cotidianas, al lado de los seres que amamos y que nos aman. Por ello, no cambiaría ese domingo por nada; por ello también, es que resultó un día perfecto, por lo menos para el que esto escribe.
Luis Villegas Montes.
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