Prosa aprisa El PRI en Veracruz, reinventarse o casi desaparecer

Prosa aprisa

El PRI en Veracruz, reinventarse o casi desaparecer

Arturo Reyes Isidoro

El pasado 4 de junio comenté que esta vez con un solo triunfo de uno de los candidatos a diputados federales o locales de su partido, el dirigente estatal del PRI, Marlon Ramírez Marín, podría proclamar que les había ido mejor que en 2018, cuando no lograron una sola victoria (el dirigente entonces era Américo Zúñiga Martínez).

Se cubrió de gloria. El milagro se le hizo: el tricolor ganó la diputación federal por el distrito de Coatepec, en la persona de José Francisco Yunes Zorrilla, pero no hubo nada que celebrar si se toma en cuenta que estuvieron en disputa 50 curules (20 federales y 30 locales).

Pero en la elección del pasado día 6, el PRI igualó récord en alcaldías perdidas: 183, a reserva del resultado de la impugnación por su derrota en el municipio de Emiliano Zapata. La marca la tenía solo la dirigencia de Renato Alarcón Guevara, que en 2017 perdió también 183 (únicamente ganó 26 en alianza con el PVEM y 3 solo).

En perspectiva, hacia atrás, la debacle priista comenzó hace 24 años, en 1997, cuando el partido tricolor estaba en la plenitud del poder: la dirigencia que presidía Miguel Ángel Yunes Linares perdió 107 de los 212 municipios, algo que jamás había ocurrido y que entonces era inimaginable.

En aquel tiempo, aparte de la cifra de derrotas, el detalle fue que el lunes, un día después de la elección, Miguel citó a conferencia de prensa para anunciar que renunciaba al cargo (es el único que lo ha hecho así). Como reportero la cubrí. Vi la entereza con que enfrentó la situación y cómo propios y extraños le reconocieron que hubiera tenido la vergüenza profesional de abrirse para que su amigo el gobernador Patricio Chirinos hiciera un control de daños e iniciara la reconstrucción del priismo en Veracruz.

Con aquella histórica derrota, Yunes Linares no solo dejó la presidencia de su partido sino que perdió también la candidatura a la gubernatura, que ya el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari tenía decidido que fuera para él para que entrara en relevo de Chirinos. 

Desde entonces, el PRI dejó de tener, todo indica que para siempre, el carro completo de triunfos electorales municipales: en 1994, la dirigencia que encabezaba Felipe Amadeo Flores Espinosa perdió 80 alcaldías, lo que nuevamente provocó un escándalo. En 2010, estando al frente Jorge Carvallo Delfín, el tricolor perdió 122 alcaldías, y en 2013 (entonces las elecciones municipales eran cada tres años), siendo presidente del CDE Erick Lagos Hernández, sufrió derrota en 119.

En 2017, el entonces senador José Francisco Yunes Zorrilla, tras la derrota, declaró que su partido vivía un momento “inédito, muy complicado”, ya que “los priistas están descobijados y no saben  hacia dónde marchar” por lo que la situación de su partido era “complicada”. Nada ha cambiado.

Aparte de todas las irregularidades de que se valió Morena para arrasar el pasado día 6, al PRI en Veracruz ya no le queda nada por recomponer. Tiene que reinventarse o irá quedando reducido a un partidito, al grado de casi desaparecer en el escenario en el que fue la estrella principal durante 86 años.

Aparte del control de daños que tiene que hacer con urgencia para evitar el desaliento y la deserción de la militancia, el voto duro, que todavía conserva, el PRI en el Estado tiene que someterse a una severa y profunda autocrítica, a un muy serio análisis y debate para tratar de revivir, aunque no se advierte que vuelva a ser lo que alguna vez fue.

Esta vez, salvo Yunes Zorrilla, perdieron la elección tres exdirigentes estatales, se supone que lo mejor que tenían para apostar: Américo Zúñiga Martínez, Adolfo Mota Hernández y Renato Alarcón Guevara, pero también otros “cuadros” que se suponía cargados de experiencia y poseedores de recursos y habilidades para triunfar.

Creo que si habría que ser justos, de acuerdo a lo que se fue viendo desde que asumió la dirigencia estatal, el mal resultado, eso creo, no fue por falta de trabajo de Marlon. Tan pronto ganó la dirigencia el 28 de abril de 2019, con el mínimo de recursos, o casi nada, se dio a la tarea de recorrer el Estado para estar en contacto con la militancia, nombrar los 212 consejos municipales, que no existían, y renovar las dirigencias municipales. En dos años nunca paró, no obstante, a partir de 2020, la pandemia. 

Contrario a sus antecesores, su arribo a la presidencia del CDE estuvo legitimada por una elección interna en la que junto con Arianna Guadalupe Ángeles Aguirre superó otras tres fórmulas, pero su ascenso no gustó a quien puede ser considerado todavía como el líder moral del priismo en Veracruz: el exgobernador Fidel Herrera Beltrán.

Su tarea no era fácil. Heredaba un partido que ya había tocado fondo y estaba en el fondo, muy lejos de sus días de gloria y esplendor, además sin los costales de dinero con que contaron (y disfrutaron) todos sus antecesores financiados con recursos públicos que les canalizaban a través de la Tesorería de la Secretaría de Finanzas del gobierno estatal o del Comité Ejecutivo Nacional (en 2018 todavía llegó lo que envió Enrique Peña Nieto).

Además, no solo siguió pesando negativamente la imagen de Javier Duarte de Ochoa, sino que se agregaron también las acusaciones de corrupción de Peña Nieto y varios de sus más cercanos colaboradores, una carga muy difícil de llevar, a lo que se añadió la deslealtad de priistas y la operación en contra de expriistas, a quienes se les olvidó que toda la riqueza que disfrutan la hicieron a la sombra del tricolor con actos de corrupción.

Con otro agregado: el dirigente estatal del PAN, Joaquín Guzmán Avilés, para efectos de pactar la alianza que se logró, no lo veía bien, no confiaba en él y sistemáticamente se estuvo negando a sentarse a dialogar con él. Muchos obstáculos, pues, que tuvo que superar.

Marlon hizo algo que era aconsejable para lograr la unidad y la fortaleza de su partido: convocar y llamar para realizar algunas tareas partidistas a los exdirigentes estatales incluido el exgobernador Flavino Ríos. Todos aceptaron. 

Ramírez Marín, pues, no podía haber hecho más. Y a pesar de todo, su partido cayó, estrepitosamente. Le restan estatutariamente dos años como presidente, aunque la buena práctica política indicaría que con la derrota su ciclo como dirigente ya concluyó. Aunque es empeñoso, si decide permanecer en la presidencia, no solo tendrá la presión de la militancia que queda para que renuncie, sino que ya no lo verán como un dirigente fuerte, ganador.

El ejercicio de la política desgasta y el desempeño de una dirigencia también, más cuando se sufre una derrota estrepitosa como la de hace casi 15 días. El PRI está huérfano desde 2018, ya no tiene gobernador ni presidente que lo apalanque y el actual dirigente nacional, Alejandro Moreno, también quedó muy raspado con la pérdida de las gubernaturas que tenía.

Es posible que Marlon quiera, insista en permanecer en el cargo. No se ve cómo le va a hacer no solo para recuperar terreno sino para convencer a la militancia que es la mejor opción que queda y quien puede derrotar a Morena en 2024, cuando ya agotó sus recursos y no le fue nada bien. Al PRI, a Marlon, ya no les queda tiempo, en todo caso, para su reinvención, para su transformación, porque tienen encima la elección de 2024. La gran pregunta es quién, hombre o mujer, tendría los arrestos para, otra vez cito a Reyes Heroles, aludiendo a Karl Manneheim, reponer las ruedas del tren mientras está en marcha. 


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