REFORMA ENERGÉTICA: REFLEXIONES

 

Jorge Eduardo Navarrete

En los últimos días del primer semestre, la Academia Mexicana de Economía Política (AMEP) dedicó un par de mesas redondas a una discusión en profundidad de dos de las reformas que se espera sean recibidas, debatidas y votadas por el Poder Legislativo el próximo otoño. La prensa se refiere a ellas como reforma energética y reforma hacendaria. Estos apelativos distan de reflejar los jirones que al momento se conocen del contenido de las respectivas iniciativas, que parecen apuntar a nuevos ajustes a la legislación secundaria en materia petrolera y a una suerte de súper miscelánea fiscal basada en impuestos indirectos. Tuve oportunidad de moderar el debate y actuar como relator de la primera mesa, en el que se escucharon y discutieron nueve presentaciones. Presento algunas de las reflexiones que derivé del intercambio sostenido a lo largo de cinco horas sobre uno de los temas de los que dependerá la prospectiva nacional en los dos o tres próximos decenios y más allá.

Se consideró el entorno global y regional norteamericano en que se insertará cualquier reforma del sector petrolero mexicano. Quizá ahora su componente más importante sea la profunda alteración que se espera se produzca en el mayor mercado de la región: Estados Unidos. Antes de 2030, uno de los grandes importadores de hidrocarburos en la mayor parte del siglo pasado, alcanzará la autosuficiencia y más delante dispondrá de excedentes exportables, primero de gas natural (gracias al rápido incremento de la producción de gas no convencional, shale gas sobre todo) y después en aceite (en virtud del rápido aumento de la extracción de crudo no convencional, tight oil). Se haría realidad así el sueño de la independencia estadunidense en materia de hidrocarburos, prometida, con diversos énfasis, por todos los presidentes a partir de Richard M. Nixon –y ya van siete desde entonces.

Este persistente sueño puede verse limitado por diversos factores: el auge de los hidrocarburos no convencionales será casi exclusivo de Norteamérica, sobre todos de Estados Unidos –en 2030 aportará cerca de tres cuartas partes del total mundial. La ventaja de precios relativos en que se ha basado puede desaparecer cuando se imputen los costos ambientales de la explotación y de licuefacción y regasificación para su eventual exportación. El shale gas y el tight oil pueden significar una revolución energética, pero más bien limitada a Norteamérica.

En este entorno regional, el horizonte de 2030 guarda también una promesa de independencia para México. Si Estados Unidos desea librarse de su adicción al petróleo importado, México puede liberarse de la dependencia de sus finanzas públicas de los ingresos por exportación de crudo. Un componente esencial de cualquier reforma energética en México se encuentra en evitar la exportación de crudo, en especial en la angustiosa situación de reservas en que el país se encuentra. El petróleo mexicano realizó su mayor aportación al desarrollo del país cuando se dedicó a satisfacer la demanda interna. Tal es su destino preferente: proveer la energía y las materias primas que demanda el desarrollo industrial, comenzando por las petroquímicas, y la operación de la planta productiva nacional. Las exportaciones de crudo deberían abatirse para dar margen al renacimiento industrial de la nación.

Por un largo periodo en la segunda mitad del siglo pasado, las importaciones de crudo estadunidenses les permitieron conservar sus reservas y acumular stocks estratégicos. Ahora, en la primera mitad del actual, la reducción de las exportaciones mexicanas de crudo permitirá conservar y ampliar las reservas, energizar la diversificación industrial y de servicios tecnológicos, y hallar de nuevo la base real de la recaudación: no la imposición inmoderada de un recurso no renovable sino la imposición progresiva del ingreso de los individuos. El vínculo entre las reformas energética y hacendaria es más que evidente.

En los años setenta del siglo pasado, alrededor del reajuste histórico de los precios internacionales del crudo por parte de la OPEP –el club al que nunca nos atrevimos a asociarnos– se dijo célebremente que, en el siglo XXI, extraer petróleo para quemarlo como combustible se consideraría tan primitivo como talar bosques para usar de ese modo la leña. Los nuevos recursos de hidrocarburos, en aguas profundas o en formaciones de lutitas, deben conservarse para usos económicos superiores en un futuro que se extiende a la segunda mitad del siglo. En el caso del shale gas, además, existen incertidumbres ambientales que hacen aconsejable establecer una moratoria de varios decenios para su explotación, que no excluye trabajos exploratorios para localizar, delimitar y cuantificar las reservas. La moratoria serviría también para no desalentar el sostenido desarrollo de las fuentes de energía bajas o exentas de carbono, que en Norteamérica y en el mundo habían empezado a ganar terreno antes de que el auge del shale gas alterase las relaciones de precios relativos y desalentara los esfuerzos en favor de la verdadera transición energética, sustituyéndolos por una transacción más bien ficticia dentro de los propios combustibles fósiles –emisores todos de gases de efecto invernadero.

Es probable que buena parte del debate de la reforma energética se concentre en cómo llevar adelante el tipo de reforma aprobado en 2008. Se debatirá qué segmentos de la industria petrolera pueden abrirse a la participación adicional del capital privado sin reformar las disposiciones constitucionales vigentes. Con base en la falacia de la insuficiencia de recursos –financieros, técnicos y humanos– de Pemex, se sostendrá que es indispensable complementarlos con aportes de particulares, nacionales y extranjeros. Se sostendrá, con desvergüenza, que nada de esto equivale a privatizar o a afectar, en favor de los privados, el reparto de la renta petrolera. Se tratará, otra vez, de un teatro de sombras. Es claro que si Pemex se orienta a satisfacer la demanda interna de combustibles y petrolíferos –sustituyendo importaciones costosas–; si deja de confiscarse la mayor parte de sus ingresos brutos, por parte de una hacienda pública ávida de ingresos pero renuente a reformar la estructura impositiva; si se le reconoce la autonomía presupuestal y de gestión que le corresponde para actuar como organismo público eficaz y redituable; si se permite a sus trabajadores elegir liderazgos sindicales honestos y legítimos, no sólo no requerirá del auxilio de particulares ávidos de apropiarse de parte de la renta sino que puede orientarse hacia una internacionalización de parte de sus actividades como han hecho varios de sus pares: otras empresas petroleras estatales en éste y otros continentes.

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