“DESPOJOS”
“Despojos”, Pé de J. Pauner
Agregado el 9 Diciembre 2012 por dany en 237, Ficciones, tags: CuentoMÉXICO
Tras una penosa enfermedad que me postrara una semana en una clínica de rehabilitación, los médicos decidieron enviarme a la costa para retomar fuerzas y olvidarme de terapias y demás sufrimientos. Decidí, pues, salir muy por la mañana con la bicicleta de montaña y emprender un paseo al azar, descubriendo por mí mismo los lugares encantados de los que tanto me habían hablado y que recomendaran ampliamente los terapeutas: “Es un sitio que no encontrarás en las guías de turismo. Te garantizamos experiencias inolvidables…”.
Desayuné en un tenderete que no era otra cosa que una caja metálica desde cuyo mostrador se servía comida vegetariana. Estaba enclavado entre árboles, en un parquecito donde se levantaba una columna jónica que sostenía al héroe local medieval. Deambulé mucho tiempo por los alrededores hasta la hora de comer y entré en un restaurante familiar atendido por niñas que debían ser las hijas púberes del dueño. La comida de carne picada con trigo recubierto con miel era algo indigesta pero me serviría para soportar el resto del día.
Seguí dando vueltas por el pueblo de casitas de muros antiguos de piedra recubierta de hiedra que contrastaban vivamente con los teléfonos públicos de última generación en las esquinas y las vestimentas sofisticadas y cosmopolitas de los habitantes. Por supuesto, me refiero a ese periodo breve que ocurrió antes de la aparición de los teléfonos móviles en los cuales la telefonía pública cambió su uso de monedas a tarjetas. Incluso había visto ancianos, pero todos parecían ir de verano, con bermudas y playeras y no con los suéteres raídos o las boinas con los que se les asocia a los viejos en muchos lugares de Europa.
Salí de las zonas urbanizadas y seguí el camino por la carretera que iba hacia el bosque. La tarde había avanzado por encima de las colinas, tiñendo de colores pastel las nubes deshilachadas que se extendían sobre los pinares. Había tomado el viejo camino peatonal que serpenteaba colgado del risco que daba a la bahía para descender luego por el otro lado, hacia la región donde la vegetación se volvía más feraz. Dejé atrás los reflejos del sol sobre el agua que cegaban de repente y entré en un área más sombreada. Apenas había comenzado a andar por la zona donde el camino seguía entre árboles altos cuando los sonidos furtivos del bosque asaltaron mis oídos.
Pedaleé por mucho tiempo, haciendo breves escalas para beber agua y retomar el sendero, cuando en algún momento aquello se atravesó y cayó rodando por la cuesta del lado contrario a los arbustos de los que emergiera. Frené, pero la bicicleta se deslizó debajo de mí y resbalé por la misma cuesta desde la cual surgían los árboles de entre la hojarasca, detrás de aquella cosa…
Caí entre rocas y ramas quebradas, lastimándome y partiendo la bicicleta sin saber cómo. Lo primero que hice fue tratar de incorporarme y revisarme, luego busqué con la vista al animal que provocara mi accidente. Comencé a trepar hasta alcanzar el camino pero me era muy difícil. Me dolían varias partes del cuerpo, así que decidí hacerlo lentamente hasta regresar al pueblo y pedir ayuda. La bicicleta la dejaría abajo, inservible y rota. Subí, apoyándome en los troncos desgajados que sobresalían de la hojarasca y asiéndome de los árboles y ramas como podía.
Llegué arriba sudando, tras varios minutos.
Una sensación como de estar dentro de un sueño me inundó. No había camino. El bosque se cerraba encima de mí, como si hubiera envejecido de súbito en el transcurso de mi caída. Los árboles aparecían barbados por el musgo español que colgaba varios metros, grisáceo y polvoriento, y que no recordaba en absoluto haber visto antes. ¿Me había separado tanto de la senda al caer? La busqué durante varios minutos pero no encontré la menor señal de que cualquier ser humano hubiera pasado por ahí antes, incluso el dosel era sumamente espeso. Recordaba que el sol penetraba todo el tiempo e iluminaba el camino angosto aun en las zonas donde los árboles se cerraban más, pero ya no era así. Las copas de los árboles parecían entretejidas las unas con las otras. Todo era sombrío y con olor a musgo húmedo y hongos en putrefacción.
El pánico comenzó a invadirme. Grité pero sólo conseguí que aleteos rápidos y temerosos se alejaran por entre las copas de los árboles más altos. Por momentos algunos animales se arrastraron en la hojarasca, una ardilla trepó un tronco, un búho cantó en lo profundo, y me di cuenta de que era muy tarde ya. Incluso había perdido de vista los pedazos de mi bicicleta, por lo que me concentré en tratar de salir del bosque. No supe cuánto caminé, errático, pero por fin un claro me arrojó a una calzada que, sabía de antemano, había sido empedrada por los romanos. Había aparecido de repente, bajo mis pies, surgiendo del humus de los árboles que llegaban al claro como una pared cortada de tajo. El camino ancho, como para carruajes, continuaba entre árboles cada vez más escasos hasta que el sol frío iluminó una zona de campos abiertos de suaves y lejanas colinas. A la derecha se levantaban hermosos viñedos y a la izquierda pequeños arbustos cultivados que no reconocí se alineaban en hileras simétricas. Miré atrás. El bosque era una pared informe de verde apagado que se movía como un ser gigantesco, casi reptante como una oruga gorda y pesada. Me dije que tenía que ser efecto de la luz, pero lo que me quitó el aliento fue la imponente casona, en realidad un castillo, con dos torreones convertidos en habitaciones (los cortinajes así lo indicaban en las almenas vueltas ventanales), que apareció delante de mí.
El aire estaba enfriándose y yo llevaba encima tan sólo el traje de lycra, el casco de ciclismo, las zapatillas deportivas y no sabía cuántos raspones y golpes. Me dirigí al castillo. El descuido imperaba. En otro tiempo debía de haber sido una propiedad importante ahora reducida a una especie de granja muy subestimada.
Entré en el patio al cual llevaba directamente el camino empedrado. Las construcciones principales de la propiedad estaban encerradas entre muros medianos de piedra cubierta de liquen. Pude distinguir algún molino de viento al fondo y otras edificaciones pequeñas como cobertizos, pajares o establos y un hórreo, entre árboles de cortezas plateadas. El patio era amplio. En medio, una fuente austera y seca tenía una inscripción en latín, muy deteriorada, que no supe leer pero de la cual distinguí: Locus y Terribil…
Llamé a la puerta con el viejo aldabón. Los ecos se alejaron y perdieron dentro, hablándome de vacío en el interior. Volví a llamar pero sólo el sonido alejándose en una estancia desocupada y amplísima resonó hasta apagarse.
Miré los alrededores, sin esperanza, cuando la voz a mi espalda me hizo saltar:
—¿Qué desea?
—Yo… he sufrido un accidente en el bosque…
La anciana, primera vieja que veía vestida con faldones largos y cofia de ama de llaves —¡teníacolgado de una cinta a las caderas un manojo de llaves antiguas, lo juro!—, me revisó de pies a cabeza.
—¿Se encuentra bien?
—No mucho —dije, llevándome una mano a la rodilla—. ¿Tendría algo de agua para lavarme?
—Venga conmigo…
Había tenido razón, la estancia era amplísima y vacía, una escalinata arrancaba majestuosa en su decrepitud junto a la pared del fondo, donde se alineaban escudos de armas y árboles genealógicos. Este muro cubierto contrastaba con el suelo embaldosado con algunas hojas muertas por ahí, pero carente de muebles. Seguí a la vieja a través de estancias vacías con puertas de paneles de cristal grabado con motivos florales, como si fueran de estilo art decó pero no estaba seguro. ¿Quizá el estilo arts and crafts de William Morris? Una mesita esquinera sosteniendo un vaso largo, estrecho, como el cuello de una mujer, con flores marchitas, era lo único que podía verse, aparte de las hojas que el aire que se filtraba por quién sabía dónde revolvía en el suelo.
Como respondiendo a mi pregunta sobre el estilo de los paneles, ahí sobre la mesita había un libro polvoriento, en cuya tapa de terciopelo verde pude leer: La Saga de los Volsungos, con un estudio de William Morris. Aquello era demasiado pero a la vez me parecía tan fascinante que me rendí a la irrealidad y seguí a la vieja hasta llegar a unas puertas del mismo estilo que las anteriores (en otro tiempo habían conocido la pintura blanca, ahora desconchada) abiertas de par en par sobre el muro, en cuyo panel de cristal aparecía una mariposa con las alas abiertas y una cortina rasgada de tul blanco que impedía mirar el interior de la siguiente estancia. La habitación parecía ser usada para tender la ropa limpia pues diversas sábanas y cortinajes colgados a través de las paredes impedían mirar hacia dónde íbamos.
—Con cuidado —advirtió, y señaló delante con el dedo.
El aroma de lo limpio se mezclaba con el del moho de las hojas que se amontonaban en los rincones, con el de la humedad de los muros y el olor a vejez humana.
—Disculpe, ¿dónde vamos?
No contestó. Por un momento no supe qué hacer. Aquello era un laberinto de ropa y cuartos diversos. Otra vez estaba perdido y aunque un cierto temor me llenaba el estómago con un dolor levísimo, decidí seguir. Otro par de puertas se abrían detrás de una sábana que la vieja apartó a nuestro paso.
—Espere ahí —señaló con el dedo.
Miré la estancia, era amplia, tan vacía como las anteriores pero había una silla al lado de una… recordé absurdos cuentos de hadas, esa especie de herramienta mamotrética: una rueca, donde una muchacha hilaba.
Me senté al lado de esa belleza adolescente. Llevaba un gorrito sobre la cabeza y apenas me miró. Yo estaba fascinado por su labor. Podía ver al tejido cobrar forma sobre la superficie de madera pesada. Deambulé la mirada por las paredes, que tenían huellas de haber sido asaltadas por enredaderas pues aún podían verse restos de los tallos serpenteantes (cortezas muy pegadas al muro, al momento de arrancarlas a la fuerza) y las hojas adheridas a la pared. Esa especie de broma o forma de vida o sueño que no se quería disipar me inundó de súbito. Percibí el olor de las cosas: el aroma de frutas que exhalaba la piel de la chica, el barniz viejo de los muebles, el olor a sal de las paredes, el limpio aroma de la ropa blanca, recién lavada, el terroso vaho de los suelos, la humedad retenida en las grietas o los intersticios de las baldosas y mosaicos, el aliento a encerrado de cartas añejas en herméticos cajones. No supe si dormité por unos segundos pero escuché el rumor de voces y abrí los ojos.
—¡Venga, venga!
Una hermosa niña vestida de negro, con encaje en el cuello y con el pecho cuajado de joyas, me cogió la mano y me llevó a través de varias habitaciones más. Salimos al jardín empedrado y pude ver que varios pastores (apenas unos chiquillos) regresaban con ovejas. Los balidos y el olor de los animales llenaron todo entonces, así como el rumor de las conversaciones afables de los chicos.
La niña me llevaba corriendo y obligándome a dar pasos largos para alcanzarla. Entramos, por una puerta que ella abrió de un manotazo, a una construcción baja. El rumoroso olor del mar llegó como un viejo amigo con el que uno se encuentra para conversar de aventuras amorosas. Era extraño, el techo, que era altísimo, cruzado por vigas de madera muy gruesa y negra, desde fuera no aparentaba tal altura.
—¡Quédate aquí! ¡Aquí!
La niña me hizo sentar en una silla desvencijada de hierro que daba a los ventanales que ocupaban todo el muro del fondo, y así como entró salió. Me levanté. Me acerqué a los ventanales. El edificio estaba justo encima de un risco que desde varios metros abajo dejaba escuchar el bramido del mar estrellándose sobre las rocas. Una herradura de piedra se abría sobre la derecha, al mismo tiempo que ascendía hasta una punta donde se elevaba un faro. Apenas podía intuir qué pasaba pero por otro lado —como he dicho—, estaba tan maravillado que yo mismo dejaba correr el curso de los acontecimientos. Pensaba que en realidad estaba en el bosque, desmayado entre la hierba, alucinando tales cosas, por lo que no intenté nada más. Escuché rumores, diversas voces jóvenes, risas de mujeres y muchachos.
Abrí los ojos. Era de noche. Una araña espectacular pendía del techo con pedrería fina que destellaba a la luz de las velas. Una mesa enorme, cubierta con toda clase de platillos exóticos, estaba situada sobre la pared derecha. Sabía que todos eran adolescentes felices a pesar de las máscaras. El olor de la vejez había desaparecido: olía a frutas secas, a vino escanciado, a miel, a carne asada, a perfumes caros. Olía a sexo de muchachas abriéndose a las posibilidades de la noche.
Una mujer se acercó a mí y me tomó de la mano, caminamos hacia la mesa, la música de fondo se desató abrumadora y así de abrumadora fue, de nuevo, la sensación de extrañeza: aires medievales, o por lo menos arcaizantes, brotaban de ningún lado. Laúdes. Podía distinguir laúdes y caramillos o ¿flautas? En todo caso, reí junto a los demás y comí y bebí hasta que el vino se derramó por el suelo, y los manteles ricamente bordados se mancharon, y los detritos de la cena se regaron por los rincones, y llegaron los fox terrier que comenzaron a olisquearlo todo y comieron los huesos…
El mar rugía al destrozarse contra las rocas. Levanté el rostro y parpadeé. Una linda joven se recortaba contra los ventanales, mirando la lejanía.
—Todo se ha acabado —comentó—. Se han ido.
Un ambiente de abandono inundaba el lugar. La mesa tenía un aspecto desvencijado, y aunque la belleza de la muchacha era luminosa, sus vestidos estaban ajados, avejentados. Quise reconocer en su cara a la niña que me llevara a esa estancia. El parecido era extraordinario, tenía que ser, pues, la hermana mayor.
Alguien se había ocupado de mis heridas, tenía vendajes y un líquido de aspecto melífero sobre los moretones.
—¿Se siente usted bien? —dijo.
—Sí, muchas gracias, creo que he estado soñando…
—Aquí siempre se sueña… yo acostumbraba hacerlo en tiempos mejores. Cuando la felicidad inundaba Castel Fé…
Su revelación melodramática me sacudió:
—Castel Fé… ¿es el nombre de esta propiedad?
—¿Cuál otro podría ser si no…?
Tenía razón.
—Disculpe usted mis toscas maneras… a veces la tristeza…
Dos lágrimas bajaban por sus mejillas y las secó con el dorso de la mano. Demasiada miel, me dije. Demasiado de esto y lo otro: un cuento cursi, pasado de moda. Una historia, a pesar de todo, que cualquiera hubiera deseado vivir.
—¿Tiene usted hambre?
—No, no, cené abundantemente anoche…
Recordé. Ella estaba sorprendida.
—Les dije que le trasladaran a una cama, pero usted estaba muy agotado, decidí dejarle en esa silla y prohibí el ruido o el acercarse al Mirador.
Me miró una última vez y bajó la vista antes de salir:
—Tengo que preparar algunas cosas en el molino. Está usted en su casa. Muévase libremente y siéntase en total confianza de preguntar lo que sea. La servidumbre tiene indicaciones de servirle a usted como a mí misma.
Se alejó con aire majestuoso. Me quedé solo con el rumor furioso del mar. Sobre el faro se encendió un relámpago y la luz mortecina del sol se elevó entre nubes desgarradas.
—Se niegan a aceptar que han caído —pronuncié, sin saber a ciencia cierta por qué.
—¿Quieres acompañarme?
Volteé. Era la misma niña que me había conducido al Mirador.
—¿Dónde vamos?
—Al jardín, a la parte que se une al bosque… ven… quiero enseñarte algo.
Le cogí de la mano y me dejé conducir otra vez.
Extrajo de debajo de sus faldas una muñequita de porcelana y la colocó cuidadosamente sobre las hojas muertas al pie de un gran árbol.
—Es para el espíritu del bosque —aclaró—, nosotros le dejamos juguetes para que se divierta en su soledad y él nos trae frutas y carne…
La pequeña explicó cómo por las noches se escuchaba que algo se arrastraba entre las hojas y rompía ramas hasta acercarse al árbol de los ofrecimientos; cómo habían “domesticado” a tal espíritu y cómo les protegía de la maldad del mundo que cambiaba.
—¿Es un Domovoi? —pronuncié para mí, invocando el espíritu doméstico de la tierra rusa, una entidad recurrente en la mitología eslava, aceptando que tal imposibilidad pudiera existir. Por respuesta ella dijo que nadie había visto al espíritu, pero que se rumoreaba que tenía forma de niño pequeño, que le gustaba jugar y que a veces se atravesaba por los caminos, sorprendiendo a los viajeros descuidados.
Al día siguiente, Aurora, que tal era el nombre de la niña, me condujo otra vez al pie del gran árbol: había un niño pequeño, de brazos, con los pañales en jirones y la carne desgarrada. Aurora no se inmutó:
—Él hace bromas así —aseguró, y se puso en cuclillas—, a veces trae pedazos solamente: manos, brazos, caras y cabezas a las que les faltan partes, como los ojos. Una vez trajo la mano, arrancada de cuajo, con el anillo, del reverendo Josaphat… nos reímos mucho. Las noches de luna puedes escuchar cómo se ríe y también se oyen las voces de mujeres en la floresta… Pero no siempre hace eso de traer despojos. Él nos protege, nos alimenta y trae consigo cosas buenas, como frutas secas y carne de ciervos que mata con sus manos, y hace crecer las vides que se enredan hasta alcanzar casi las nubes.
Varios fueron los días que compartí el alimento que ese misterioso benefactor dejara para los habitantes de Castel Fé. Entre lo mejor que había probado estaba la carne roja de diversas especies que el espíritu, que yo estaba seguro se trataba de algún loco peligroso, cazaba. Sin embargo no me importaba, era demasiado el sortilegio, muy vaporosa la magia…
El sueño —lo que yo creía que era un sueño, lo que yo quería que fuera un sueño—, continuó durante días hasta que le vi, fugazmente, furtivo, escondiéndose detrás de los árboles, con la forma de un muchacho de unos ocho años, desnudo. Se reía de mí, mientras le miraba asustado. Tenía sangre en los labios. Parpadeé. Se había acercado hasta el brocal del pozo cubierto por liquen. Una cola animal se agitaba debajo de la pelambre de sus patas de cabra. Me ardieron los ojos, se me llenaron de lágrimas y al abrirlos pude verle entre las flores amarillas que crecían al pie del pozo, más cerca. Los insectos zumbaban. El torso no tenía pelo. Podía distinguir claramente el ombligo, las tetillas. El calor subía de la tierra. En medio de la pelambre, obsceno, apuntaba, palpitaba, el miembro viril. Olía a miel, pero sabía que eran las flores abriéndose, reventando. Reventaban, así mismo, los frutos en los árboles. El aire se combó. Se me borró la visión. La criatura estaba a un metro escaso, sus patas con pezuñas aplastaban flores y algunos caracoles minúsculos trepaban por sus piernas. Un vaho acre me envolvió. La cola latigueaba el aire. La cara, alargada, barba de chivo, ojos demoníacos. Era como un sátiro adolescente. Era un sátiro adolescente. Me horroricé, pero no hice nada. Extendió una mano perfectamente humana. Sucia de barro.
—¿Eres feliz aquí? —dijo, sin abrir la boca.
—Sí —murmuré.
—Entonces no preguntes, jamás preguntes.
La criatura dio la media vuelta y desapareció entre los arbustos, trotando.
Al día siguiente la muchacha de la rueca leía sentada en una mecedora al lado de la cama donde desperté. Sentí pudor. Volteó a verme y sonrió.
—No te he enseñado la biblioteca. Antes del desayuno quiero que la conozcas.
Sin saber qué estaba haciendo, me levanté y fui tras ella. En algún momento de la noche me había puesto aquella curiosa bata de dormir de otro siglo. Abrió la puerta, y un techo altísimo, unas paredes circulares, como las paredes de un faro, se elevaron ante mis ojos, recubiertas de estantes con libros. La bata iba recogiendo el polvo del suelo en los dobladillos. Escaleras gigantes conducían a cada estante. En el centro, una mesa pesada, con sus sillas, de madera carcomida cubierta con libros abiertos de dibujos botánicos, esferas armilares, sextantes, estaba iluminada por velas. El olor que percibía era el de hojas de papel, húmedas, hojas de lino, hojas apergaminadas, cuero, cola, madera.
—Mira, lee esto: Procedimientos para atrapar a Pan.
Hojeé el libro que me tendía.
—Tú lo has visto. Te ha hablado. Quiero que sepas de él —dijo, y añadió tras una pausa—: Hay sueños de los que no se debería despertar…
Me quedé ahí sentado, leyendo. Según el libro, el esquivo dios podía atraparse si se utilizaba una ninfa para… ¿Una ninfa?
Ella había salido, volvió con una bandeja con el desayuno. Desayuné, después dijo que le siguiera. Lo hice. Entré en el cuarto de madera húmeda. Tomé un baño en un barreño con agua caliente donde flotaban hierbas aromáticas. Dos muchachas vertían agua de vez en cuando y una tercera me frotaba el cuerpo con esponjas. Iban con batas mojadas que no disimulaban sus cuerpos…
Desperté entre sábanas húmedas, atrapado entre el calor de las dos criadas. Sus senos se hinchaban a cada respiración. Era tal la impresión de postrera vaciedad de mi cuerpo que me sentí adormilado, sin embargo la piel joven y tersa volvió a despertar en mí el deseo. Besé los labios hinchados, entré en los cuerpos ardientes. Sacié el deseo hasta la extenuación.
Entonces llegó ella, cuando el cabello largo se extendía sobre las almohadas en mechones pegajosos y ambas volvían a dormir, bocabajo, los labios abiertos, mojados, el brillo de los ojos opaco entre los párpados entrecerrados. La habitación olía a sexo y flores, a humedad orgánica y sal.
—¿Te han atendido bien? —preguntó, sabiendo la respuesta de antemano.
Ante mi azoro, afirmó con la cabeza y agregó:
—¡Más les vale! Aguardaré a que te vistas…
Se acercó a la ventana a contemplar cómo rompía el mar, abajo. Me levanté. Las criadas no se movieron. Me vestí aprisa con ropas planchadas puestas sobre una silla, temiendo que ella volteara y viera mi cuerpo lustroso. Pero no se movió tampoco.
Cuando me peinaba ante un espejo envejecido (opaco por el tiempo), justo cuando terminaba, volteó a verme. Sin decir nada, me cogió la mano y me condujo a la puerta. Con un manotazo travieso en la cama, gritó:
—¡Arriba, flojas! —las criadas abrieron los ojos, levantaron las cabezas, miraron y abandonaron rápidas y temerosas la cama. Comenzaron a vestirse en seguida.
Ella abrió la puerta.
—¿Dónde me llevas?
—Anoche volvió a traer algo… —miró hacia atrás, a mi cara, mientras me remolcaba por el corredor—. ¡El espíritu! —aclaró—. ¿Quién más?
Miré a una anciana que no había visto antes tambaleándose por el corredor, delante de nosotros. Con la mano derecha se sostenía de la pared. Su labio inferior colgaba, abriéndole la boca en un gesto estúpido. Me recordó el fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina que representa a la Sibila de Cumas. Venía en dirección a nosotros pero parecía no vernos. Se detuvo ante una puerta entornada. Con lentitud dolorosa, empujó. Dentro se escuchaban gemidos. Al pasar a su lado, al mismo tiempo que ella entraba, tuve una visión completa de la habitación: había una muchacha muy joven al fondo, atada y amordazada sobre una cama con dosel.
La anciana cerró, demorándose en ello.
—¿Qué significa eso? —dije, atemorizado.
—Es la tía Flora… hoy es Noche de Walpurgis.
—¿La noche del aquelarre… las brujas y el macho cabrío… todo eso…?
Escuché un grito sofocado. Nos detuvimos un instante o, mejor, ella se detuvo y yo hice lo mismo. Incliné la cabeza hacia la habitación cerrada pues me parecía escuchar algo así como lengüetazos, como si un perro bebiera en exceso de alguna fuente. Tras unos segundos el sonido de los lengüetazos y el quejido sordo cesaron. La puerta se abrió. Una mujer joven salió, vestida con las mismas ropas de la anciana, atravesó el corredor hacia la puerta en la pared opuesta y entró en esa habitación. Entonces mi conductora tiró de mí para continuar caminando. No pude evitar voltear. Vi cómo la puerta se abría y la joven mujer salía, vestida ahora de galas, nos daba la espalda, cerraba y seguía en dirección opuesta.
El aire fresco de la noche provocaba que mi mente divagara. Ella me llevó hasta el lugar donde la entidad había dejado toda clase de piezas de caza. Había ahí varios conejos, un venado, un jabalí, incluso pescado y kilos y kilos de verduras.
Los criados ya retiraban varias piezas con dirección a la cocina, que era una estancia distinta al resto de la casa, con muros de piedra sin pulir y techos de madera sostenidos por vigas aún más gruesas y ventanales opacos, por lo que no pude enterarme con qué más nos había obsequiado esa entidad esquiva.
—Hoy cenaremos abundantemente.
Me invitó a sentarme a orillas del bosque y empezó a leerme unos versos de un libro que parecía un misal y sostenía en el regazo. Me provocaron escalofríos:
Hoy, amor, sopla el viento,
cae leve llovizna.
Sólo tuve una fiel enamorada
y la dejaron en la tumba fría.
Cuanto puedan hacer otros donceles
haré yo por mi amiga.
Y, sentado en su tumba, he de llorarla
doce meses y un día.
Doce meses y un día se cumplieron
y empezó a hablar la muerta:
¡Oh! ¿Quién llora en mi tumba
y así me aleja el sueño?
Soy yo, que me he sentado en tu fosa, amor mío,
y así te alejo el sueño, pues deseo
un beso de tus labios tan fríos como el limo,
y nada más ya quiero.
Quieres besar mis labios tan fríos como el limo,
pero tiene mi aliento fuerte vaho de tierra:
si te besan mis labios tan fríos como el limo,
será breve tu tiempo.
En el verde jardín, allá en lo hondo,
¡cuántas veces hablamos, amor mío!
La flor más linda que se vio ya pende
en el tallo, marchita.
Está seco y marchito, amor mío, su tallo,
y nuestros corazones también han de secarse.
Por eso tú debieras alegrarte, amor mío,
hasta que Dios te llame.
Todo el tiempo me pareció escuchar cuchicheos o el arrastrarse de algo en la floresta oscura.
—¿Te agradan?
—¿Te parece que su lectura va acorde a la noche? —Supuse que era una pregunta justa u obvia.
—¡Ah! ¿Qué, no te gustaron?
—Sí, por supuesto. Debe ser la noche que algo tiene.
—Hay noches en las cuales parece que se puede nadar en el aire de tan enrarecido que está por el aroma de las flores reventando en lo profundo del bosque. ¿A que puedes oler la miel?
—Sí, y la putrefacción debajo…
—Esta noche se renuevan la Tierra y los Mares, la carne se reviste de pureza y los ojos brillan…
—Señorita… —dijo un criado de librea, a nuestras espaldas —. La cena está servida.
Abandonamos las sillas y emprendimos la marcha hacia el comedor. Tuve un atisbo de la cocina al mirar por la ventana de vidrio y observar el ajetreo que se traían los veinte cocineros, hombres y mujeres, sobre las mesas, despiezando la caza, hirviendo, cortando, friendo, desangrando, marinando, deshuesando, enharinando, degollando…
Algunos miembros de la familia ya estaban sentados en el comedor. En el sitio de honor se sentaba un hombre alto y de porte aristocrático, de barba afilada y largas patillas, con mirada penetrante. Ella me presentó con él como a nuestro huésped y al hombre como a mi padre. El hombre se levantó, me tendió una mano poderosa y me ofreció el sitio de la derecha. A mi lado ya estaba ocupando un lugar la tía Flora, joven y hermosa como una campánula a medianoche, que inclinó la cabeza y sonrió, al tiempo que decía:
—Un verdadero placer tener de visita a un joven como usted en fecha tan especial —y añadió, pícara—: Veo que mi sobrina ha hecho ya una buena amistad.
Su sobrina tomó asiento frente a mí, sonriendo. Enamorado, sonreí y estaba a punto de perderme en esos ojos, esos labios, esos dientes… cuando alguien comenzó un ritornelo. El padre leía de pie:
So we’ll go no more a roving
so late into the night
Though the heart be still as loving
And the moon be still as bright.
For the sword outwears the sheath,
And the soul wears out the breast,
And the heart must pause to breathe,
And Love itself have rest.
Though the night was made for loving,
And the day returns too soon,
Yet we’ll go no more a roving
By the light of the moon.
De inmediato, todos se levantaron. Los que llegaban ocupaban sus lugares frente a las sillas, pero se quedaban de pie. Me levanté, mirando al anfitrión, sin saber qué hacer a continuación. Cuando hubo terminado, todos repitieron un coro, en otro idioma:
Así que nunca más pasearemos
tan tarde de noche,
aunque el corazón siga enamorado,
y aunque siga brillando la luna.
Pues la espada gasta la vaina,
y el alma gasta el pecho,
y el corazón tiene que pararse a tomar aliento,
y el amor mismo ha de descansar.
Aunque la noche fue hecha para amar,
y el día vuelve demasiado pronto,
nunca más pasearemos
a la luz de la luna.
Conocía el poema de Byron y fui capaz de seguirles. Tomamos asiento. Ella estaba feliz, refulgente, mirándome cómplice, coqueta, amándome a una mesa de distancia, a varios platos de separación. No sé cuánto duró el banquete, pero me pareció interminable y tan exótico como el Banquete de Trimalción. El padre de ella —no recordaba si me había dicho su nombre, no lo recuerdo ahora—, levantó una copa y se puso de pie. Una vez más le imitamos.
—¡Por el amor! —dijo.
—¡Por el amor! —repitieron todos. Y bebimos ese vino rojo y viejo.
En ese momento entraron los criados que recogieron platos, retiraron copas, se llevaron fuentes, limpiaron la mesa, mientras bebíamos el vino de pie, todo muy rápido y enajenado para poder reaccionar. Empezaron a repartir los cuchillos afilados poniéndolos delante de cada uno de nosotros, junto con otra limpia copa de vino. Tomamos asiento. Acostumbrándome ya a repetir todo lo que veía hacer, cogí el cuchillo con la diestra y extendí el brazo izquierdo sobre la copa. Me detuve… pero algo en el ambiente me invitaba a seguir. Algo brillaba en el techo, como ámbar destellando, goteando. Algo pendía de las vigas de las ventanas, como telarañas perladas de rocío, temblando.
De un tajo se abrieron las muñecas y llenaron las copas. No sé si lo hice, no sé si cabeceé, pero el ritual consistía en ofrecer al vecino de enfrente la copa llena e intercambiarla por la suya. Ella extendió el brazo y yo le tendí mi copa libremente, de forma voluntaria. Así, bebimos fuego…
Abrí los ojos a la tibieza y la modorra. Encima, un dosel vegetal se mecía filtrando luz solar —diré un efectivo cliché—: como a través de vitrales de catedral. Altísimos árboles nos rodeaban. La cama estaba en un claro del bosque. A un lado una mesita con libros, un florero de mármol y una jarra de agua. A mi lado, ella se desperezaba, desnuda como una nutria recién parida, así, brillante la piel, así, mojada.
—Ámame otra vez —gimió.
—¿Otra vez?
—Una y otra vez… —pidió.
La abracé. La cama estaba húmeda, tibia. Entre besos y mordidas vi a los jugadores en la orilla de los árboles. Eran su padre y la tía Flora, sentados e inclinados sobre un tablero de ajedrez, concentrados. Parecían llevar ahí mil años. Inmóviles. Dos sillas, dos jugadores, un tablero, una mesita…
—¡Eso… eso lo he leído en algún libro, algún cuento que…!
—¡Calla! —exclamó ella. Deslizó la mano entre nosotros y me estrujó, buscó en medio de sus piernas y me obligó a entrar. Separó los brazos a los lados y, cuando me vacié dentro, echó la cabeza hacia atrás, exponiendo el cuello. Separó los labios, cerró los ojos…
En algún árbol un búho abandonó la rama. Los jugadores siguieron su partida, ajenos a todo. Entre la floresta vi correr un par de patas de cabra… un par de… ¡un par! Eso estaba ahí. Vigilaba. Se encendía. Se ocupaba de que todo fuera bien. Y la naturaleza se le rendía, tributándole.
Ella me reclamó otra vez, tocándome la espalda, deslizando los dedos en medio de mis piernas. Sin pensarlo, le comí los labios. Entré en ella, asalté su alma y ella quemó la mía… entonces la cama se movió, golpeé la mesita que estaba al lado de la cama y los libros cayeron entre la hierba. Uno de los libros se abrió en cualquier página. Era el tomo que medianamente había estudiado en la fantástica biblioteca: Procedimientos para atrapar a Pan. Mientras entraba y salía de mi amada insaciable, mis ojos vagaron por los grabados en las hojas de papel amarillento, en los pies de página, en las extrañas instrucciones:
Pan es un dios discreto, lo que no le impidió poseer a todas las bacantes de Dionisio excepto a la ninfa Pitis, que escapó de su lascivia metamorfoseándose en abeto. Desde entonces el dios lleva una corona de abeto en recuerdo de aquella a quien no pudo poseer.
El grabado presentaba a Pan, el falo erecto, la cara triste y coronado por esas tristes ramas. Yo hacia lo posible por permanecer dentro de ella, por acariciar su piel, perderme en sus cabellos alborotados, pero algo me obligaba a seguir mirando los grabados. El aire sopló y las páginas cambiaron:
El único dios de entre todo el Panteón griego que ha muerto es Pan. O por lo menos eso creyó Plutarco, como bien apunta en su obra “Por qué guardan silencio los oráculos” donde narra que Tamo, un marinero en ruta a Italia pasando por la isla de Paxi, escuchó una voz divina a través del mar que decía: “¿Estás ahí, Tamo? Cuando llegues a Palodes cuida de anunciar que el Gran Pan ha muerto”. Tamo obedientemente lo anunció y en la costa tal noticia fue acogida con lamentos y gemidos. Sin embargo, Robert Graves, en su “Los mitos griegos”, opina que Tamo confundió el lamento ceremonial: “Thamus Pan-megas Tethnece (¡El todo grande Tammuz ha muerto!) y entendió “Tamo, el Gran Pan ha muerto”. Graves cita también que Pausanias, sacerdote de Delfos en el Siglo I I d. de C., encontró templos, altares, cuevas sagradas y montañas dedicados a Pan, muy frecuentados aún.
Debajo de mí, ella se movía como el oleaje en el mar, los ojos cerrados y mi consciencia más allá de su alcance. No me pregunté por qué parecía no importarle el que no estuviera, realmente, con ella y dentro de ella, y continué leyendo, ahora tras pasar la página con los dedos.
Dionisio, amigo de los sátiros, fue dado por Zeus, su padre, a Hermes, el Merodeador Nocturno, el que trae los sueños desde el Olimpo, para que le cuidase. Entre los celtas, Dionisio es conocido como Cernunnos, se los identifica a ambos por la corona con cuernos. Pero en realidad Pan y Dionisio son uno y los antecede Hermes, dador del sueño. Cuidaos pues del Sueño, primo hermano de la Muerte, pues es posible caer dormido en los Páramos de Pan y aunque en este tipo de sueño es posible participar de las deliciosas orgías dionisíacas, es posible también quedar atrapado y jamás se podrá regresar mientras el cuerpo físico en el mundo de la vigilia sucumbe ante la falta de alimento y la posible exposición a los elementos naturales… La única forma de alejar al dios es arrojándole cebollas albarranas… entonces el soñador despertará y…
Algo despertó en mí. Me aparté de ella. Desnudo, miré cómo se retorcía en el lecho como una serpiente marina en el océano. Aquello me asombró. Era como si se entregara a un amante invisible, abrazando un ente hecho de aire y sin embargo, sólido. Busqué mi ropa y la encontré al pie de la cama. Apenas terminaba de vestirme, sin dejar de mirarla, cuando se escuchó el bramido. Eché a correr a través del bosque mientras los arbustos y las ramas detrás de mí se agitaban y rompían con estruendo. Llegué a la casa como pude y entré directamente a la cocina. Los cocineros no estaban y rebusqué en los trasteros y las alacenas. Encontré varios manojos de cebollas y ajos.
—¿Y qué querías? —me dije a mí mismo, moviendo la cabeza—. ¿Que en los dominios de Pan se cocinara con cebollas albarranas?
Entonces la vi. Una sola cebolla solitaria entre cebollas comunes. Alguien había confundido las especies o alguien la había colocado ahí con propósitos oscuros, pero ¿acaso no era ya demasiado extraño todo como para preguntarme por qué estaba ahí ese único ejemplar?
Y en ese momento el bramido surgió de la floresta…
Era un bramido aterrador. Se extendió y los arbustos se estremecieron. Las aves volaron. Varios animales huyeron. El bramido volvió a escucharse, más cerca. Se me erizó el vello en la nuca, en los brazos.
—¡El pánico! —dije—. ¡El grito de Pan! Esto es el verdadero pánico… ¡Y sólo puede ser producido por un dios!
La floresta se abrió. Ahí estaba. Pude verlo a través de la ventana de la cocina cuyo cristal tuve que limpiar con la mano. El Thíasos. Hermoso en su absoluta lascivia y con un par de cuernecillos en la frente. Sosteniendo una crátera en la diestra, echado sobre el lomo de una pantera que rugía, tan desnudo que lastimaba la vista. Sonriéndome, la corona de vid donde se retorcían serpientes itifálicas entre los cuernecillos, venía el dios con el miembro viril enhiesto y oscilante. Detrás venían ellas. La sacerdotisa, envuelta en la piel del leopardo con el Thyrsus en la mano derecha, caminando con los ojos encendidos. Luego las ménades y las bacantes, criaturas salvajes de dientes afilados que introducían los dedos en su sexo impúdico, abriéndose los labios y mostrando su intimidad rosácea, enrojecida y babosa, algunas cayendo al suelo, revolcándose y espumando por la boca, otras con niños o bebés desgarrados en las manos. Y el rostro de ellas era el de todas y cada una de las habitantes del castillo. Al final iban los sátiros, bramando como machos cabríos, oliendo a sudor animal, caminando en dos patas: con el rostro de los parientes de ella, los cocineros, los sirvientes… Pan cerraba la procesión, enorme, ora se metamorfoseaba en Dionisio, ora se metamorfoseaba en adolescente de falo erecto. Y entre toda la corte, serpientes enormes se deslizaban por el suelo.
Se acercaban al muro de la cocina.
La pantera del dios rugió. Dionisio se deslizó desde el lomo de la gran bestia y cayó de pie. La crátera derramaba el vino a la vez que el felino saltaba el muro. Hubo un temblor en Castel Fé. Miré las paredes de piedra y cómo los zarcillos de las vides penetraban entre los intersticios y la hiedra amenazaba con cubrirlo todo. Respiré profundamente y abrí la puerta.
Arrojé la cebolla hacia el Thíasos como si fuera una granada de mano. Cerré los ojos y giré sobre mis talones cuando la pantera se abalanzó sobre mí.
Caí por la cuesta hasta que el tronco de un árbol me detuvo. A unos metros estaba mi bicicleta rota. Me acerqué a los pedazos como si de un objeto de otra época se tratara. Estaba cubierta de enredaderas y oxidada. Miré mis dedos cubiertos de óxido y pintura que se desprendía en escamas. Le dejé ahí. No supe cuánto deambulé en el bosque, angustiado, aterrorizado, hasta que, tras pasar un claro, encontré el viejo camino romano que me llevó a una zona de granjas. Sobre postes de luz pude distinguir el cableado eléctrico y, por fin, respiré aliviado.
Una frase había quedado retenida en mi memoria: Hay sueños de los que no se debería despertar. Asentí con la cabeza. Me embargó la melancolía, pero luego pensé en Odiseo y en los años que pasó al lado de Calipso y eché a caminar hacia las casas, dejando atrás el bosque. Me pareció escuchar, a lo lejos, un bramido, como el de una bestia enojada cuyo recuerdo ya formaba parte de un sueño que se desvanecía en la tarde tibia que anunciaba la pronta llegada de una noche preñada de rocío.
Pé de J. Pauner es un narrador, ensayista, crítico de cine y biólogo mexicano que ha hecho activismo y performance. Ha publicado novela erótica y ha sido antalogado en latinoamérica, Australia y España. En el género de la Ciencia Ficción ha publicado el ensayo “Las cinco grandes utopías del Siglo XX” en la web española Alfa Eridiani.
Hemos publicado en Axxón, además de varias ficciones breves: EL HOMBRE EQUIVOCADO, EL OTRO MESÍAS, NOCHES DE BANTIAN, LA NOCHE DE TEMPOAL, AHÍ FUERA y LA BÚSQUEDA DE AUSENCIA
Este cuento se vincula temáticamente con EL DIOS ARENA, de Raelana Dsagan y Ana Morán Infiesta; OPERACIÓN “OPERACIÓN”, de Daniel Frini; OTRA TRAGEDIA GRIEGA, de Gerardo Horacio Porcayo y BUCÓLICA (CON SÁTIROS Y NINFAS), de Daniel Buzón.
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