MI BUEN FIN

 

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Adriana dice que me la paso quejándome de todo y no le falta razón; en esas hasta yo me caigo gordo; cuando no estoy dando la lata por el asunto del número de pobres en nuestro país, me estoy sulfurando por la programación idiota de la televisión comercial; o por la tarifas bancarias; o por la ineptitud gubernamental; o por la monstruosa inequidad imperante en México; o por el resultado de los comicios de julio pasado (de veras, nomás me acuerdo de quién ganó -¡y cómo!-, me estremezco y deprimo miserablemente); o… de veras, sí me caigo gordo. Pues así y todo, estas fechas me inundan de sentimientos contradictorios en extremo: Me encantan los fines de año, me llena de júbilo la posibilidad del recomienzo, la promesa detrás de cada mes de enero; pero -ven, ahí viene el pero-, pero, aborrezco la Navidad que nos despoja de su auténtico significado: El natalicio de Jesús. Detesto particularmente los festejos imbéciles que lo llenan todo con imágenes de un barbón, obeso, vestido de color rojo con blanco que se ríe: “Jo, jo, jo”. No lo  tolero. Bueno, en realidad no tengo nada contra el gordo ni contra Rodolfo, el reno (el de la nariz), sino contra esa fiebre mercantilista que lo devora todo y lo sustituye por ese afán de comprar mugres. A eso se reduce para muchas personas la Navidad. El obsequio está bien, los intercambios, la convivencia, el ponche, todo eso es… ¡Magnífico! Lo es como expresión de amor, de solidaridad, de afecto; pero en ocasiones nos quedamos con el regalito y sin nada más. La Navidad es mucho más que eso. Más que un gordinflón vestido de modo ridículo tomándose su Cocota. Y me vale que alguien piense que estas líneas son un atentado contra el espíritu de estas fechas: Santaclós no existe o, para el caso, no debería existir. Y por si alguien lo hubiera olvidado, ahí está el Niño Jesús.

“¿Y por qué el preámbulo anterior”, se podría preguntar alguno de mis apreciados lectores, es que una cosa me llevó a la otra; el famoso fin de semana que lleva el ridículo nombre de “El Buen Fin” -pobre sustituto del espantoso “Thanksgiving” norteamericano-, me recordó el consumismo de las navidades y heme aquí, perdido en los meandros de estas explicaciones. Perdido porque, a donde yo iba, es a un lugar muy distinto: México, D.F. Que fue el lugar a donde me llevó mi “Buen Fin”.

Mi “Buen Fin” no guarda relación con esa debilidad de las personas por poseer cosas -“chucherías”, a veces con un costo de varios miles de pesos- que, sin remedio, las alejan más de sí mismas. Mi “Buen Fin” no pasó por tiendas, ni aparadores, ni escaparates: Mi “Buen Fin” pudo prescindir triunfalmente de las vitrinas y los oropeles. Mi “Buen Fin” felizmente me halló en una ciudad que me parece maravillosa, andable, visible y vivible por todos lados, en muchísimos de sus rincones; y que nos convoca, apremiándonos, a recorrerla arriba y abajo, para gozarla en todo su esplendor. Pues ahí me halló el “Buen Fin”, en compañía de mi hijo mayor, Luis Abraham, de excelentes amigos y felices reencuentros -como el del buen Domingo (así se llama), quien me reprochó mi falta de fe; debilidad que me llevó a hundirme sin remedio en las aguas de la fuente de Reforma 222-.

Mi “Buen Fin” pasó, como ocurre ya desde hace varios meses, por una mesa de billar y otra de dominó; fue al Azteca a ver un América Monarcas sin chiste; también fue al teatro; transcurrió en dos o tres fondas -de excelente yantar-; y, para concluir, nos sorprendió a Luis y a mí en Garibaldi, cantando a grito pelón, nada más por el gusto de hacerlo.

Debo decirlo, fue una de las jornadas más intensas, más satisfactorias, más gratificantes y por ello más memorables de toda mi vida. Desde hace más de un año, una vez por semana, Luis y yo nos reunimos para jugar billar. El billar se ha convertido en un punto de reunión y, más que todo, en un punto de encuentro entre él y yo. Desde entonces el billar es el pretexto ideal para ventilar y compartir nuestros acuerdos y desacuerdos, nuestras coincidencias, nuestros afectos; en fecha reciente, el dominó tomó el lugar que le correspondía al billar y los alternamos. A veces gano, a veces pierdo, pero no importa, pues los encuentros son entrañables a partir de esa intimidad posible -que parece tan difícil de lograr en nuestros días-. Entonces, si ya habíamos jugado billar y dominó en el pasado, si ya habíamos estado en el Azteca, si la ida al teatro fue una de tantas y si hemos comido juntos multitud de veces ¿qué tuvo de intenso, de satisfactorio, de gratificante, de memorable? Se lo digo en una sola palabra: Garibaldi.

Garibaldi y que Luis canta. Y canta muy bonito, además.

Dice Luis, que dice Luisa (su mujer), que nomás agarra el micrófono y ya no lo suelta. Pues yo no lo había oído cantar. ¿Y sabe qué? Me encantó. Yo soy una tapia. Dios me quiso jugar una broma pesada cuando me hizo sordo y orejón (literal, no metafóricamente), pero así fue. Lo peor del caso es que desde muy niño tuve la oportunidad y el privilegio de escuchar a mucha gente que de verdad sabía cantar y que cantaba. Recuerdo con nostalgia las semanas santas en el templo de San Francisco; el coro, del cual mi mamá formaba parte, y solo ahora me doy cuenta qué hondo se quedan ancladas las cosas dentro de uno y cómo forman parte de nosotros todos los días de nuestra vida, los recordemos o no.

No se trata de atesorar cada segundo, de cada minuto, de cada hora; no es posible y ni siquiera deseable; de lo que se trata, es de saber que estamos vivos a cada instante. La vida no es cosa de sobrevivir, ni de vivir la vida de otros, ni de deslizarnos por ella sumidos en la inconsciencia; es preciso esforzarnos hasta comprender que la vida se vive de momento a momento y que, siempre, nos guste o no, estamos viviendo nuestra propia vida. Ahí nos realizamos o ahí fracasamos: En la vida de uno, sin explicaciones, ni excusas, ni pretextos.

Pues el sábado ahí estaba yo, escuchando cantar a Luis, descubriéndolo, y por un largo rato fui inmensamente feliz y me di cuenta que para serlo, no requería de artilugios ni de artefactos; que bastaban esa noche oscura, esa brisa gélida, ese vaso de cerveza compartido, esa música y su voz (y mis gritos), para saber que lo auténticamente bueno es tan simple, tan sencillo, tan valioso, que no tiene precio.

Vale, lo asumo, sin proponérmelo, esta reflexión terminó como anuncio de tarjeta de crédito.

Luis Villegas Montes.

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