POR LOS CAMINOS DE SANCHO

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Renward García Medrano

Laberintos

COLUMNA

Mi maestro de Teoría Económica solía decir con desmedida frecuencia: “la teoría económica es muy difícil, muy difícil”. Tal vez lo hacía con el afán de que le prestáramos atención a sus clases, pues hace 50 años esa materia era la columna vertebral de la carrera de licenciado en Economía. Pero lo difícil era entender lo que don Ramón –que así se llamaba– trataba de explicarnos, así como desentrañar la sabiduría del libro de los libros: el Tratado de Teoría Económica de don Francisco Zamora. Todavía no me explico cómo pude terminar la carrera y obtener el título, pero una vez en el trabajo, me enteré de que nada, absolutamente nada de lo aprendido en esa y en otras clases, tenía la menor relación con la realidad.

Con el tiempo me di cuenta de que el pensamiento laberíntico y la terminología que suelen espetarnos muchos economistas, sobre todo los entrenados en las universidades estadunidenses, sólo sirven para disfrazar su incompetencia, como lo demuestra el avance inexorable de Europa hacia la recesión, contra la que recetan una medicina que la agrava: reducir los gastos de gobierno, lo que significa eliminar o minimizar tanto los programas e instituciones de bienestar –salud, educación, seguridad social–como la construcción de obra pública. Esta medicina ha frenado la inversión privada, cerrado millones de empleos, reducido los salarios generales, la capacidad de compra de las personas y la demanda, lo que provoca un sufrimiento humano indecible.

Infortunadamente la terminología tortuosa no es un mal exclusivo de una ciencia social; existe en prácticamente todas: el derecho, la medicina, la psicología, la contabilidad. El lenguaje impenetrable es una fuente de poder para los gremios, como lo fue para los monjes de la Edad Media el ser los únicos que sabían leer y escribir. Éstos, claro, entendían sus lecturas y gracias a eso desarrollaban aptitudes mágicas como la alquimia. Pero muchos de los profesionistas de nuestros días no entienden bien su materia y se limitan a repetir términos y frases hechas.

El lenguaje también es escudo y lanza de los políticos embusteros que a la menor provocación pretenden encender la emoción de su público y ganar popularidad. Para engañar, se valen de estadísticas parciales y maquilladas y demuestran cualquier cosa: que "el gobierno del presidente de la República" ha creado muchos empleos, que ha mejorado las condiciones de vida de la gente, que va ganando la guerra contra el narcotráfico.

Pero los políticos pasan y nosotros pagamos las consecuencias de sus errores y hasta de sus complejos. Por eso la derrota electoral del PAN abrió la esperanza de que el próximo gobierno no aplique más de lo mismo y entienda que el mandato de los ciudadanos no fue que el presidente y sus colaboradores nos engañen, sino que contribuyan a resolver los problemas públicos que nos tienen al borde de la desesperación.

El futuro presidente debe saber que si algo anhela la inmensa mayoría de las personas es mejorar su calidad de vida, tanto en lo económico como en lo cultural y en la seguridad, pues más de la mitad de la gente es pobre, las clases medias se empobrecen año con año, la cultura está reservada a las élites y millones de personas viven en zonas violentas o han huido de ellas. Su gran compromiso es resolver pronto algunos problemas y avanzar cuanto sea posible en la solución de los de más largo plazo, como la drogadicción, la segunda industrialización, la seguridad general, la investigación científica o el desarrollo tecnológico.

Sé que esto es casi una verdad de Perogrullo, pero reconocerlo debe ser el punto de partida de todo lo que haga el gobierno a partir del próximo 1 de diciembre. Para ello, el futuro presidente tendrá que construir un liderazgo fuerte pero democrático, que sume voluntades en torno a acciones concretas apoyadas por la mayoría y aceptables para las minorías, incluidos los seguidores de López Obrador.

El liderazgo es sólo el primer requisito. Lo que sigue es definir qué puede y debe hacer el gobierno para encarar cada problema, es decir, el plan de desarrollo; quiénes son sus aliados y quiénes sus reales opositores. Sé que nada podemos estar de acuerdo todos, menos aún si se trata de cambiar; pero Peña Nieto tiene que formar consensos donde no los hay: dentro de su propio partido; entre las fuerzas políticas, en las cámaras legislativas, en los congresos locales y en la sociedad.

En la llamada sociedad, hay una minoría, tal vez el dos o tres por ciento de la población, cuyo inmenso poder no proviene de elecciones, sino del dinero o de Dios. Los monopolios privados pueden invalidar a un gobierno si éste no negocia con ellos los cambios necesarios y posibles; las iglesias, principal pero no únicamente la católica, pueden crear una situación política muy grave si ven amenazado su poder.

El futuro presidente tendrá que tomar medidas que no gustarán a todos, pero para darles viabilidad política, deberá explicar cómo contribuye cada una de ellas a resolver problemas específicos de la gente y a recuperar la presencia y prestigio internacional del país.

No será fácil, pues mientras más profundos sean los cambios más resistencias encontrarán dentro y fuera de su partido, dentro y fuera del país, pero ese es el compromiso que asumió Peña Nieto desde que empezó a construir su candidatura, y yo espero que lo cumpla.

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