A LUIS CERNUDA

 

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Isabel de los Ángeles Ruano

Viejo solitario de la tarde, 
te veo con tu vaso de ron, escribiendo 
tu tristeza de niebla, trajinante 
como una yegua loca, sorbiendo lentamente 
una lágrima gris, deslucida, amarillando 
junto a la briosa estación del verano. 
Te veo envuelto en papeles oscuros 
en el departamento quieto, separado 
de la ciudad, caminando en sigilo, 
viendo que gota a gota se te escapaba el cielo, 
huyendo en la bruma metálica de la lluvia, 
resguardado en los terribles potros que cabalgaban 
tu antiguo vicio de llorar despierto. 
Te resucito en las pavesas alejadas 
en las remotas playas del insomnio acezante 
y en los inquietos torbellinos de espera. 
De niño te encuentro en un caserón deshabitado 
y siento crecer en ti brillantes mariposas, 
el júbilo de los cuerpos desconocidos 
deseados en cualquier parte. 
Te quiero en ese resplandor de miedo voluptuoso 
donde nació el acento melancólico, 
en las ventanas del sueño, en ese gemir suave 
de adolescente incendiado en el otoño, 
te quiero en el vaivén de habitaciones olvidadas, 
ignorado en escalerillas fantasmas, 
martillando una angustia sin nombre, 
tragando besos sucios a hurtadillas del día, 
comprando una primavera inexistente 
bajo un silencio de sombras y sábanas revueltas. 
Te busco guarecido en oscuros cinematógrafos, 
hundido en cualquier esquina, pensativo, 
rumiando tu ingenuidad desmelenada, 
sentado en algún bar, fugitivo en derrota, 
oyendo un vulgar silbido de jauría, 
almacenando siluetas, rompiendo espejos falsos, 
lanzando amargas flechas sin respuesta. 
Y te gustaba pasear sobre los puentes, 
sentir correr los ríos, oír el mar, 
te esfumabas con las volutas del ocaso 
y mirabas de vez en cuando a las estrellas. 
A veces te dolía la vida, casi recuerdo tu gesto, 
tu voz taciturna, aquellos ojos que se perdían 
tras una lejanía invisible, 
tus manos desgranadas en las puertas del alba, 
la canción siempre hirviendo en tus torres de espanto, 
el violín cabizbajo que reptaba tu ensueño 
la máquina de escribir que te seguía 
y los discos de jazz disfrazándose en la penumbra. 
Entonces añoro las cortinas regadas en torno tuyo, 
ese misterio vacío, esa leyendas de avenidas esparcidas, 
la guitarra del viento acompañada de roncas voces, 
las vacilantes perspectivas de los desvanes macilentos, 
el suicidio de peregrinas campanas desquiciadas 
desapareciendo en las esclusas derruidas del tiempo. 
Añoro las dispersas ansiedades que desgarraron 
tu vibrar de avecilla desgajada al invierno, 
tu displicente recorrido de espermas apagadas, 
la aguja que rompía tu vibrante relámpago, 
la cuchilla del sexo trepando tus nervios, 
tu tibio abrazo dulce de ruiseñor tremendo, 
las noches en que el mundo te crujía insepulto 
tras una cordillera de plumajes azules, 
la rosa que perdiste en las veredas náuticas, 
la emoción presentida, los caminos abiertos 
a tus zapatos que hollaban las inciertas regiones 
donde un ancla de bermellón ataja los placeres prohibidos 
tras las puertas abiertas desbocadas al sueño. 
Te siento pasajero, de una inmensidad amorfa 
viviendo en las filas de los que retan, en esa 
difícil soledad de ir cargando una cantidad de absurdas cosas, 
entre fórmulas aparatosas y obligadas, 
en una pirámide de aburrimientos continuados, 
y el hastío de ir repitiendo historias 
en evasiones que se esconden en laberintos 
dislocados, en ese rugir sordo que nace y quema, 
en la protesta que vuelca y hiere 
junto a las murallas. 
Porque llega la hora en que ya nada importa 
y entonces explotaron tus versos, te regaste 
como una erupción incandescente, como una lava violenta. 
Porque morías en la secuencia de las semanas 
de disecadas focas, en las farolas mudas 
que quiebran los anhelos caracoleantes, 
en los lechos abandonados, en los cocodrilos 
de taxidermia inconclusa, en los años que doblan, 
en ese instante de ya no sorprenderse, 
en ese susto repentino que arrasaba, desolador, 
temible, en la repentina voz que aullaba 
exigente, profunda, en un fluido de fiebre 
como una líquida plataforma que te llevara. 
Ahí estaban las azoteas del hielo, 
el grito partiéndose en pedazos, 
la atribulada pesadumbre de repartirse, 
de huir, de esconderse en suburbios pedregosos, 
de ser frágil, de humo, efímero, de sólo aventar 
un ruego caldeado en disgregados cristales, 
en un frío que recorría callejones sonámbulos, 
intemperies agonizando bajo epilépticos alambres 
sincronizados al fúnebre estertor. 
Y te esfumabas en la sangre disuelta de los cadáveres morados, 
en la serenidad del paseante 
que violaba las tiránicas ataduras, en la fiera, 
inextinguible antorcha que encendías, en la valiente 
y dolorosa actitud de ser tú mismo.

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