ESTE PUÑO SÍ SE VE

(1ª de 2 partes).

Ésta reflexión está salpicada de divagaciones varias, por lo que me veo en la absoluta necesidad de aclarar el propósito de estas líneas desde este párrafo: Convocar a todos los mexicanos, varones, mestizos -o blancos que acrediten ser mexicanos de nacimiento, no haber aceptado una nacionalidad distinta y estén en posesión de sus derechos políticos y civiles-, heterosexuales, entre los 30 y los 60 años de edad, a formar una asociación civil para la defensa de los derechos inherentes a nuestra situación. Que conste, nada más alejado de mi ánimo que una declaración de guerra contra quien -o quienes- se encuentren en una situación distinta u opuesta a la descrita líneas atrás, pero es claro que resulta imprescindible colegiarnos para la protección mutua de nuestros intereses comunes.

Lo cierto es que yo no había reparado en el triste suceso de formar parte de una minoría hasta la bendita mañana en que tomé el Metro y ahí, en medio de ese tráfago humano que parece querer devorarlo a uno, caí en la cuenta del hecho indiscutible: Efectivamente, formo parte de una minoría. Y no sólo eso, sino que como cualquier otra minoría que se precie justamente de serlo, sus involuntarios miembros no sólo hemos sido relegados en la satisfacción de algunas de nuestras necesidades, sino que además, hemos sido objeto de discriminación. Previo a continuar, resulta indispensable aclarar que de ninguna manera estoy -o estaré en un futuro- en contra de aquellas personas que en razón de su raza, sexo, edad o condición, están en posibilidades de constituir, a su vez, una minoría, en lo absoluto. Muy por el contrario, creo que podemos colaborar para integrar un frente común de damnificados.

Sin más preámbulos, abordemos las circunstancias de hecho que motivan tan singular propuesta: Aquella famosa mañana tomé el Metro para dirigirme vaya usted a saber a dónde, lo cierto es que al insertar en la ranura correspondiente mi boletito de 9 pesos (pero que en apoyo a mi economía el Gobierno del DF expende en 3), reparé en que había señoras y señores -sobre todo éstos-, que pasaban tan campantes sin exhibir nada, apenas una credencial que todo parecía menos un pase electrónico; no fue necesario preguntar, era obvio: Todos eran personas de la tercera edad quienes, el que menos y el que más, me doblaba la edad. “¡Ah, bueno!”, pensé, y seguí mi camino.

La cosa adquirió tintes color de hormiga cuando, ya en el andén, un policía con la apariencia de chango vestido de azul, me gritó en la oreja: “Avaaaaáncele, avaaaaaaaáncele” con lo que me pegó un susto de muerte y no me quedó más remedio que recorrerme, no fuera a tirarme un mordisco, en el sentido literal del término. En ese punto, me percaté que las mujeres y los niños se iban para otro lado, lo que explicaba la apariencia tan disímbola de los vagones: Unos, despejados y relucientes, con la apariencia de ser el Subte de París o Nueva York; otros, tipo tráiler para transportar ganado y con similar hedor. Ya adentro, había unos letreritos azules que nadie respetaba, por cierto, colocados en forma estratégica y que indicaban que esos lugares estaban reservados a personas de la tercera edad o con discapacidad y a mujeres embarazadas o con niños en brazos.

A mí todo eso me pareció muy bien, pues esas medidas son muy sensatas y se justifican sin mayor discusión. Lo que sí me pareció el colmo, es que al regreso, luego de salir de uno de los teatros instalado en el complejo Telmex, al pretender abordar el metro, hube de esperar mucho rato y ver cómo pasaba un tren tras otro, llenos a reventar, por lo que me fui hasta los últimos lugares a ver si así.

Por fin llegó un tren menos lleno y me subí; no bien se cerró la puerta, un individuo me miró de frente y me sonrió. Creo que también le sonreí por educación, si sonrisa se le puede decir a levantar la comisura izquierda de los labios y a enseñar un colmillo. Como sea, voltee a otro lado sólo para encontrar la mirada de un jovencito de pelo extrañamente rubio y con la apariencia de que lo acabaran de electrocutar, quien me vio como si fuera yo la última paleta helada de tamarindo en medio del desierto (creo que hasta los labios se mordió); y ahí sí ya me dio miedito porque evitando la mirada del güerito posé mis ojos en una pareja que se estaba besando, lo que no sería inusual del todo, de no ser porque si miraba usted bien no sabía si aquello era ceja, patilla, bigote, barba o pelo en pecho (o todo junto); y no es que yo me espante, pero, creo yo, independientemente del género y de las preferencias sexuales de cada cual, hay cosas que reclaman si no la intimidad, por lo menos la discreción de los involucrados. Un besito a nadie le hace mal, ¿pero la lucha de dos aspiradoras?, digo, eso ya da qué pensar.

En ese momento me pregunté a mí mismo: “¿Pos dónde ca…rajos te vinistes a meter?”, pues lo cierto es que cuando hablo conmigo mismo prescindo de fórmulas de cortesía y hasta de las reglas más elementales de la gramática. El resto del trayecto lo realicé cabizbajo, no tanto de aflicción, como inspirado por el deseo de no incurrir en un proceder de naturaleza equívoca que diera pie a un cortejo a mitad del último vagón, de la Línea 1, la de color rosa (¡no más eso nos faltaba!), del Metro de la ciudad de México; lo que aclaro puntualmente por aquello de que a alguno de mis lectores o lectoras se le pueda ofrecer.

En ese entonces yo vivía en un hotel cercano a las instalaciones de la Cámara de Diputados misma que, vaya usted a saber si fue casualidad o no, se encuentra en las inmediaciones de La Merced, Tepito y la Bondojo ¡hágame usté el favor! O séase, puro barrio que si lo transita de noche y más o menos bien vestido, lo más seguro es que lo asalten… si le va bien, porque si le va mal, lo matan y al otro día lo venden en la ridícula cifra de 6 tacos por ocho pesos ya sin corbata ni zapatos, los que sin duda, de seguir vivo, podría encontrar en alguno de los innumerables puestos que colman la zona. La verdad es que a mí el traje me ayuda; porque vestido de pantalón de mezclilla y tenis, a la media noche, cualquiera que me vea venir de frente mejor se cambia de acera (yo me cambiaría). Pues en cuanto pude me salí de ese capítulo de “La Dimensión Desconocida”, me bajé en San Lázaro, abordé un taxi y me fui al hotel. Esa noche estaba destinada a abrirme los ojos a la dura realidad de ser un marginal.

Continuará…

Luis Villegas Montes.

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