demócratas en bola 1, gobierno oaxaqueño o
1.- Me rapé. Como otras tantas cosas en la vida no fue una razón estética (Si ése fuera el caso me degüello, ésa es la única forma de “quedar mejor”). No, me rapé al cero por puritito gusto. Porque disfruto esa sensación de libertad que brinda la cabeza despejada.
2.- Hubo opiniones encontradas, por supuesto. Mi mamá me vio y por poco se echa a llorar. De hecho, su comentario fue, literal, que: Temía por mi vida pues con esa facha parecía yo joven a punto de rehabilitarme y con eso de que la nueva modalidad en ejecuciones es ésa pues el hecho es que ahí tienen a Lola llamándome a mañana, tarde y noche para conocer el estado de salud de su retoño (o séase yo).
3.- En la casa, el único que se mostró con una ecuanimidad digna de elogio fue Adolfo: “Véngase mi peloncito”, dijo, y me hizo un ladito junto de él para frotarme la choya. El resto, se atrincheró en la excusa del amor a toda prueba para atreverse a pasear conmigo a plena luz.
4.- En la calle la cosa se dividió en distintos grupos bastante diferenciados: Están aquellos a los que les vale sorbete (como debe ser); están los que me ven, pelan los ojos y me preguntan: “¿Qué te pasó?” como si hubiera caído yo presa de una enfermedad terminal súbita; están los curiosos que ingenuamente lo atribuyen a una apuesta fallida visto que mis pronósticos futbolísticos no se sostienen ni con alfileres (méndigos alemanes, por algo perdieron la Guerra); los hay que se acuerdan que en esas trazas duré varios años -hace poco más de una década-; no faltan las voces femeninas que categóricas sostienen que me veo “tiernito” (con lo que inevitablemente me empiezo a poner verde y me siento “calabacita”) y por último están los que mejor me caen -luego de los indiferentes-, los que dicen que me quité de encima por lo menos diez años. Ignoro qué tan atinados o desatinados sean todos esos comentarios; al respecto sólo sé dos cosas: A mí me agrada y tiene su lado práctico.
5.- El asunto del contento se explica con conocido aforismo: “En gustos se rompen géneros”. Si usted me viera pelón, es posible que terminara por creer no sólo en la veracidad del dicho sino que quizá se sintiera tentada o tentado a agregar: “Y no nomás géneros, hasta especies” porque, así pelón, tengo un aire inconfundible con la calavera de un hombre de Neanderthal.
6.- El lado práctico lo constaté al sábado a medio día, en pleno centro de la ciudad de Oaxaca.
7.- Antes de continuar permítame preguntarle: ¿Ha ido usted a algún tianguis gigantesco en la ciudad de México? ¿Plantones de protesta? ¿Ha visto las carpas inmensas? ¿Ha respirado los olores nauseabundos? ¿Ha visto a hombres y mujeres derrumbados que yacen en el suelo con la apariencia muerta de maniquíes rotos? ¿Ha visto bloques y bloque de preciosos edificios afeados por la invasiva presencia de un montón de inconformes? Pues ese espectáculo es chulo de bonito en comparación con el centro de Oaxaca en estos días.
8.- Oaxaca es bello; Oaxaca es hermoso; Oaxaca guarda un atisbo del México de hace siglos y, por ende, constituye un trozo de nuestra memoria colectiva. Y si el Estado es una parte de la esencia de México, la ciudad de Oaxaca es un acervo. Oaxaca, con el sabor extraño de su pronunciación y los ecos zapoteco, mixteco, trique, mazateco e ixcateco que encierra, se merece algo mejor que esa pandilla de zánganos que se han apropiado de sus calles sin razón ni motivo, excepto la justificación torpe -o idiota- de discutir un contrato laboral que hace poco más de cuatro años vistió de luto a la educación en México.
9.- Ese Oaxaca, de parásitos que se escudan tras la magnífica cobertura de la docencia, de políticos corruptos como Ulises Ruiz e incompetentes como Eviel Pérez Magaña, o de candidaturas impuestas desde la desvergüenza como es el caso de Beatriz Rodríguez Casasnovas, ese Oaxaca pues -no el otro: El colonial, el luminoso, el digno de verse, el que atrae a miles de turistas extranjeros cada año ávidos de perderse en los vericuetos de sus callejuelas o de asistir al maravilloso festival de la Guelaguetza-, ese Oaxaca, insisto, es el que el sábado pasado, a medio día, me atrapó entre sus redes.
10.- Iba yo al hotel luego de una malograda incursión a los intestinos de la burocracia federal, cuando una llamada a mi guía (un amigo entrañable e inmejorable servidor público) nos hizo desviarnos de nuestro destino final para ir -léalo usted bien y detenidamente-, para ir a atender la llamada de auxilio de una compañera de Partido.
11.- ¿Qué ocurrió? Que ahí, en el pleno centro de ese Oaxaca fallido hasta que no levanten el plantón imbécil, salga Ulises Ruiz de la gubernatura y llegue la oposición toda a cumplir con su papel civilizador de renovar el Estado desde el Gobierno, estaba detenido un ciudadano, encerrado en su automóvil, acosado por cuatro policías y dos iracundos priístas, que le reclamaba a gritos porqué le había tomado fotos a su propio vehículo que, por cierto, carecía de placas. Leyó usted bien: Ahí, con unos ojotes húmedos, como de borrego a medio morir, y un hilito de voz, estaba un ciudadano impedido de circular reo de un delito inadmisible: Tomar fotos en la vía pública desde su celular.
12.- Yo, que no soy alto, me sentí como Moisés en medio de las aguas cuando atravesé por entre la multitud y me aposté al lado de esas cositas de entre uno cuarentaiséis y uno cincuentaidós (ya con tacones), enfundadas en uniformes color kaki con café, cascos de visera dorada y pistolas que parecían bazucas pues les llegaban hasta la rodilla. “Soy abogado”, dije, y los empecé a ver feo de uno en uno como para dar tiempo de que mis palabras calaran hondo en su consciencia. “Y quiero saber bajo qué cargos mantienen privado de su libertad al ciudadano”. Agregué con voz grave y mirada torva.
13.- No sé qué los conmovió más, si esa voz sibilante y malévola o la apariencia de ex-convicto del suscrito, lo cierto es que uno de los minipolicías me explicó con un chorrito de voz: “Esteee, no está detenido, es que el señor le tomó fotos a él y quiere saber quién es y porqué”; dijo, apuntando respectivamente a víctima y victimario. No me lo hubiera dicho, desenfundé al mejor estilo de las películas de western una cámara que traía yo casualmente y ahí nomás me solté tomando fotos a diestra y siniestra. “¿Es delito?” -click-; “¿Me va a detener por esto?” -click-; “¿Quién me va a detener?” -click-; “Usted?” -click-. “No, no, no, el señor puede irse”. “Pues que se vaya entonces” -sentencié- y el señor de la mirada moribunda se fue. Y nos fuimos todos. Los priístas de la camioneta sin placas se fueron rechinando llanta y dentadura; los policías se encamararon en las motos (como los changos de Jumanji); yo me fui al hotel, me compré un traje de baño color rojo con vivos en rosa mexicano -en 55 pesos-, bloqueador solar de 30 FPS (vaya usted a saber qué es eso) y en estos momentos estoy pensando seriamente si más tarde me meto o no a la alberca del hotel. Todo sea porque el cráneo adquiera un saludable color cafecito y no ese verde pálido de los últimos días que me hace parecer lejanamente a un melón verde.
Luis Villegas Montes.
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