RECUERDOS DE UN VIEJO Y LA MAR
Por Cuauhtemoc Parra
Sentado en mi viejo sillón, en mi rincón favorito de mi casa, sigo esperando que me vuelvan a llamar para volver a navegar. Y así estaré no sé hasta cuándo. Hace once meses que el jefe de personal me llamó para decirme: “ya no te vamos a volver a contratar, por tu edad”. Ya tenía un poco más de seis años de estar trabajando con contratos que firmaba cada cuarenta y dos días. Mi trabajo a bordo de barcos y barcazas lo desempeñaba en jornadas de veintiocho días a bordo por catorce de descanso. Desde que fui despedido por ser muy viejo, estoy esperando un milagro porque yo quisiera seguir navegando. Durante dos etapas de mi vida he sido marino: la primera vez hace ya unos veinticinco años, cuando estuve a bordo de un barco por un poco más de dos años. Para poder navegar, en esa ocasión pedía permiso a mi empresa en tierra y entonces me iba a embarcar. Dejé el mar en esa primera etapa de marino, cuando la empresa en la que laboraba dejó de darme permiso. Entonces tuve que dejar el mar para otra ocasión. La segunda etapa de mi vida como marino se inició en el año 2002, después de jubilarme de mi trabajo terrestre. Esta segunda etapa duró seis años, terminando en el 2008, cuando al regresar de Brasil - mi último viaje - fui despedido como dije antes, por viejo. Y es que siendo ya un adulto en plenitud, descubrí por azares de la vida mi verdadera vocación: ser marino, como mi hermano mayor. Cuando el jefe de personal me dijo que ya estaba muy grande de edad, pensé que algo malo había hecho para que me despidieran de esa forma; pero por más que recuerdo, nunca cometí ninguna falta que ameritara mi despido. Sólo por mi edad me despedían. Y yo ahora me pregunto: ¿Viejo a los setenta años de edad, cuando me siento más fuerte que nunca y con muchas ganas de seguir trabajando en la mar? Los días siguen pasando y no me llaman, me estoy haciendo más viejo y así menos me volverán a contratar. Ahora sí tengo angustia y rabia por mi edad; pero más que nada porque ya no podré navegar más. Sin embargo, no pierdo la esperanza de volver a sentir la fuerza del viento marino en mi cara como en aquellos días cuando navegábamos a veces en contra del viento del norte, “capoteando el temporal”. Y es que mi barco, por ser tan grande y poderoso podía sortear hasta huracanes de baja categoría. Recuerdo que cuando se anunciaba un huracán, a todos los barcos que trabajaban en la sonda de Campeche les ordenaban zarpar hacia puerto para refugiarse del temporal; pero a mi barco, el Titán 2, las órdenes de tierra eran que navegara “al pairo” o bien “capoteando el temporal”. Gracias a mi barco, me fui haciendo cada vez más indiferente al miedo de las tempestades y de los huracanes. Siempre sentí temor ante las turbonadas de los meses de junio y julio, porque nunca había vivido una de ellas. Pasé muchas de esas terribles arremetidas del viento y de la lluvia, en cubierta trabajando. Recuerdo que en cuestión de minutos, todo se oscurecía y un viento aterrador azotaba junto con la lluvia nuestro barco. Aprendí que las turbonadas son terribles en alta mar y que hacen llorar de miedo a los que no están acostumbrados a ellas; pero igual aprendí que su duración es de 10 a 20 minutos y rara vez más. Son los minutos más dramáticos para la vida de cualquiera que navegue por primera vez. Muchos piden su desembarco después de una fuerte turbonada y jamás vuelven a la mar. Esos no nacieron para marinos. A veces, es posible ver a lo lejos la negrura de la turbonada que avanza hacia uno y entonces da tiempo de estar prevenidos. Cuando menos da tiempo de agarrarse firmemente a lo que puedas. Mientras los demás se refugiaban en sus camarotes, a mí me gustaba quedarme en cubierta durante la turbonada, fuertemente agarrado del barandal, según la dirección del viento. Sentí miedo las primeras veces, pero al poco tiempo ese miedo terrible se volvió admiración y respeto hacia la majestuosidad del mar y de las fuerzas de la naturaleza. Recuerdo que una vez nos agarró un temporal tan fuerte que estuvimos a un pelo de zozobrar, y sólo la pericia de nuestro capitán nos salvó de una desgracia. Después de esa tempestad - la más fuerte que viví en todos mis años de marino - , sentados en el comedor y tomando una taza de café caliente, todavía temblando de miedo, mis compañeros y yo escuchamos al capitán decirnos: “al mar hay que tenerle respeto y miedo racional, pero si alguno de ustedes le tiene más miedo del normal al mar, más vale que se quede en su casa y que busque otro trabajo”. Palabras que son la más valiosa lección para los marinos noveles. Desde entonces, dosifiqué mi miedo hacia las tempestades y lo volví placer, gozo y admiración al mar. Y así seguí hasta que me corrieron por viejo. Pero no pierdo las esperanzas de volver a vivir la aventura del mar. Creo que la atracción por el mar me viene de familia. Mi abuelo paterno, gallego de nacimiento, llegó a Veracruz siendo muy joven y formando parte de un grupo de refugiados que huían de la situación política que imperaba en España. Se hizo mexicano por amor a la tierra que les dio cobijo a sus familias exiliadas de su patria. Mi abuelo fue de carácter impulsivo, fuerte y temperamental, como casi todos los gallegos. Mi papá me decía que a pesar de los pocos años que vivió con él, pudo darse cuenta de los rasgos de su personalidad: era de carácter firme, enérgico, altanero e insolente a veces; irascible y obcecado en sus ideas de disciplina y orden. Tenía una fuerte propensión a la aventura y a no permanecer mucho tiempo en el mismo lugar. De allí que obedeciendo a su espíritu aventurero se enroló primero en el ejército mexicano, donde alcanzó el grado de capitán primero, gracias a su destreza y valor en algunas escaramuzas bélicas. Luego, siguiendo el mismo impulso de la aventura, se enroló como marinero en la Armada de México, donde permaneció hasta su muerte prematura causada por complicaciones de una operación quirúrgica por cálculos renales. Esa atracción por el mar extrañamente también hizo presa de mi hermano mayor. Recuerdo que mi hermano Arturo, siendo un niño de no más de 13 años al terminar la escuela primaria, le dijo a mi papá que deseaba ser marino y que quería que lo inscribiera en la Escuela Náutica de Veracruz. Lógicamente, por su edad se le negó en principio la entrada a esa escuela. Pero mi papá al ver la obstinación de mi hermano de ser marino, recurrió a algunas influencias de amigos de la ciudad de México para obtener la dispensa de la edad de ingreso en la Escuela Náutica. Y fue así como mi hermano Arturo, realizó sus sueños porque al terminar los estudios, se desempeñó en la mar como oficial de máquinas; actividad que ejerció hasta su muerte, también prematura, en un accidente ajeno a la mar. Por mi parte, aunque en muchas ocasiones le manifesté a mi papá que yo también deseaba ser marino, el rechazo familiar fue unánime; por lo que dirigí mis estudios a otra rama, la de las Ciencias Biológicas, casi a fuerzas, empujado por el destino. Después de terminar mi carrera, no tuve más remedio que trabajar en ella por más de 30 años, después de los cuales obtuve la jubilación por la empresa en la que trabajé. Por ese motivo, pude concretar mis ansias de ser marino hasta que ya fui un viejo de sesenta y cuatro años. Creo que mi amor por la mar, ahora la valoro más por el simple hecho de que pudiendo estar tranquilo en casa, decidí incursionar en la aventura marina, aunque fuera de viejo. Una vez que te vuelves marino, es difícil que te separen de tajo del ambiente del mar. El mayor deseo de cualquier marino de cepa, creo que debe ser morir en el mar. Más de la mitad de la vida de los marinos transcurre en el mar; alejados de sus familias cumplen con su deber, y muchas veces ofrendan sus vidas en aras del mar. Sabido es que el último en abandonar un barco es el capitán una vez que comprobó que los demás están a salvo. Y muchas veces prefieren hundirse junto con su barco, a abandonarlo. Cuando un marino es retirado del servicio activo, ya sea por tiempo de servicios, por enfermedad o por vejez, como a mí; sólo lo anima en su retiro obligado, la esperanza de volver a la mar, de volver a oler la brisa marina, de sentir en la cara el agua salada que salpica por la fuerza de la marea y del viento. Añora otra vez mirar la estela de blanca espuma que deja atrás la propela. De ver la salida del sol en el horizonte cada día, y hasta de volver a vivir la aventura del miedo a las turbonadas, tempestades y huracanes. Tuve la gran suerte de embarcarme en mi segunda etapa de marino en un gran barco ucraniano rentado por una compañía norteamericana para trabajos en la sonda de Campeche para Petróleos Mexicanos. El Titán 2, que es su nombre, de bandera ucraniana, en realidad es un catamarán; es decir, prácticamente dos barcos unidos por una gran cubierta. Esta enorme cubierta del Titán 2 es ideal para la construcción marina de oleoductos y gasoductos. El Titán 2, de propulsión propia, cuenta además con un sistema de posicionamiento dinámico, que le confiere una gran inmovilidad cuando se requiere una precisión absoluta para los trabajos de los buzos, que también son parte de la tripulación del barco. La tripulación del Titán 2, estaba formada por ucranianos, norteamericanos, canadienses, ingleses y mexicanos, en franca camaradería. Ni la diferencia de raza, ni las creencias políticas, ni el estrato económico, ni el idioma diferente hicieron mella en nuestra amistad; por el contrario, los lazos de amistad y fraternidad se hicieron en todos nosotros irrompibles. Cada quien cumplía con sus obligaciones cabalmente sin meterse con los demás. Parece que por el hecho de estar mar adentro, sin nuestras familias, y con una gran carga de nostalgia, fueron los ingredientes ideales para alcanzar una hermandad entre todos nosotros. Creo que los miedos a las adversidades de la naturaleza, tempestades y huracanes, fortalecían nuestra convivencia y nuestra amistad. Sinceramente creo que la amistad se enaltece más en la mar. La compañía americana en la que trabajamos tenía contratos para construcción marina prácticamente en todo el mundo; por eso tuvimos oportunidad de navegar hacia el mar del norte, el sureste asiático, a las antillas mayores y hace un año, a Brasil. Hoy, esos recuerdos inciden gratamente en mi estado de ánimo, por la evocación de muchos momentos gratos que despiertan mi deseo de volver a la mar. Pero sé que lo más seguro es que ya jamás pueda volver a embarcarme en plan de marino, lo cual me llena de tristeza y desencanto. Y todo porque el jefe me dice que ya estoy “muy viejo”. Cuando ya esté convencido de que no volveré nunca a la mar, entonces me conformaré con recordar todas las hermosas vivencias que atesoré en mi memoria. Hace unos veinticinco años, durante mi primera etapa de marino, mi esposa quedó embarazada de nuestro segundo hijo, después de que planeamos su llegada. Iba a ser la culminación de nuestra felicidad, porque en ese entonces nuestra hija nacida dos años antes, era ya motivo de gran dicha en nuestro hogar. Todo era felicidad desde que supimos del embarazo y de su confirmación médica. Todo iba desarrollándose normalmente hasta que una enfermedad que atacó a mi esposa ensombreció nuestra alegría, nos llenó de angustia, de miedo y de sobresalto. Dicen que el embrión humano es más sensible y delicado a las enfermedades de la madre durante las primeras semanas de gestación, y que todas las enfermedades infecciosas que la madre sufra sobre todo virales, van a repercutir necesariamente en el desarrollo normal del embrión. A pesar de todos los cuidados de higiene general y de alimentación adecuada que deben observar las embarazadas, siempre está latente la posibilidad de que alguna infección por virus complique la evolución normal del embrión y que provoque su expulsión del vientre materno o lo que es peor, le cause malformaciones graves. Desgraciadamente en ese nuevo embarazo de mi esposa, apareció la enfermedad, el terrible mal que provoca graves malformaciones en los fetos y que ocasiona que nazcan niños ciegos por cataratas, sordos, con deficiencia mental o con grandes anomalías en el corazón, que hacen difícil su sobrevivencia. Estos niños, atacados en el vientre materno por el virus de la rubéola, por lo general no logran vivir, o bien su vida es un verdadero calvario en virtud de sus malformaciones y discapacidades. Este era el caso de la enfermedad de mi esposa en su segundo embarazo: la rubéola. El diagnostico se hizo con certeza cuando el embarazo cursaba entre la sexta y la décima semana, por lo que la enfermedad se presentó precisamente en los días más importantes del desarrollo embrionario. El pronóstico era sombrío. La afectación de una mujer por la rubéola cuando su embarazo transcurre en las primeras semanas, es una de las pocas indicaciones que la ley establece para practicar el aborto. Hay autorización legal pues, para practicar un aborto para evitar que un niño gravemente afectado por el virus de la rubéola, nazca y tenga una calidad de vida miserable. La decisión que tomamos mi esposa y yo en esa ocasión, es la más importante de nuestras vidas y ahora sabemos que hicimos bien y que si la vida nos volviera a colocar en esa disyuntiva atroz, volveríamos a estar de acuerdo en nuestra decisión de dejar evolucionar el embarazo hasta el nacimiento de nuestro hijo. Decidimos que el embarazo continuara y dejar en manos de Dios el destino de nuestro hijo. No fue fácil tomar esa decisión. Los médicos nos insistieron en que era preferible librar del sufrimiento de por vida a nuestro hijo no nacido, practicando un aborto. En mi familia somos creyentes y profesamos la fe católica que nos transmitieron nuestros ancestros, aunque yo en lo general nunca había sido un creyente modelo. Sin embargo, la soledad que nos embarga a los marinos y la nostalgia, nos hacen recurrir a la lectura de las cosas de Dios, cuando estamos mar adentro. Esa fe en Dios fue definitiva pues decidimos rechazar el aborto y esperar un milagro. La decisión que salvó a nuestro hijo de la muerte antes de nacer, en gran medida tuvo su origen en la mar, cuando navegaba en un pequeño barco hacia Trinidad y Tobago. Era casi la media noche, una feroz tormenta azotaba nuestro barco con una fuerza que nunca había visto antes. Estaba en mi camarote sobrecogido de la angustia y del miedo, pero no por la tormenta que nos golpeaba, sino por la cruel realidad del embarazo de muy alto riesgo de mi esposa y la probabilidad de que nuestro hijo naciera con las terribles malformaciones que la rubéola produce y que pudieran ocasionar que naciera sin vida o que su existencia fuera a estar marcada por el dolor y el sufrimiento. De repente, llegó el impulso que se apoderó de mi voluntad como si alguien me empujara a salir del camarote, en un arrebato que aún no he podido definir y que me hizo subir las escaleras hacia la cubierta del barco caminando como un robot; en un estado casi hipnótico, como si mi voluntad estuviera movida por algo superior y poderoso. Caminé casi a ciegas y llegué a la cubierta del barco impulsado por esa fuerza desconocida a pesar de que el viento y la lluvia me azotaban la cara. Esa fuerza desconocida me llevó hasta la proa del barco; allí se sentía más fuerte el viento inclemente; pero la otra fuerza que me empujaba, me sostenía inexplicablemente. Las ráfagas del viento furioso, el agua que se estrellaba en mi rostro, el rugir estridente del mar embravecido, los relámpagos y los truenos ensordecedores formaban un insólito concierto de voces inauditas, como de una gran orquesta que obedecía a una batuta sobrenatural. Sin embargo, no sentía miedo en absoluto, más bien estaba invadido por una paz desconocida para mí, como si unos brazos invisibles me abrazaran. Las voces de ese concierto alcanzaban matices extraordinarios y notas inverosímiles jamás escuchadas por algún mortal. Envuelto en ese éxtasis sublime, algo en mi interior me hizo exclamar en el colmo del frenesí: ¡ “ Madre eterna, Madre de Dios, Virgen Santísima, te ofrezco a mi hijo que va a nacer, para que lo protejas, para que lo cuides siempre, para que lo tomes como a tu propio hijo, para que siempre lo acompañes, para que nunca te separes de él; te lo pido en el nombre de Dios Todopoderoso y de Jesús tu divino hijo”!. Al terminar de pronunciar estas palabras la tempestad cesó, el mar se calmó, y el viento se transformó en suave brisa; los relámpagos desaparecieron, el cielo se iluminó y millones de estrellas brillaron en un instante. Se apoderó de mí un estado de paz y tranquilidad desconocidas y la aceptación de la voluntad divina, fuera cual fuera. A mi regreso a casa, platiqué con mi esposa sobre la extraordinaria experiencia que había vivido en el barco durante esa aterradora tempestad y coincidimos que allí se había manifestado la palabra y la mano de Dios. A partir de ese día nuestros temores desaparecieron y se vieron coronados por la euforia de ver a nuestro hijo nacido sano, y sin ninguna de las taras que lo amenazaron desde su concepción. Cuando nació, mi insistencia a los médicos para que lo revisaran una y otra vez, les colmó la paciencia y prácticamente me corrieron del hospital. Hoy mi hijo, a los veinticinco años de edad, gracias a que posee lo que se conoce en el ambiente musical como “ oído absoluto ”, que permite distinguir una nota musical entre mil, pudo concretar sus estudios de violín en la Universidad y convertirse además en un políglota reconocido. Ese milagro se inició en el mar durante una tempestad. Yo, ahora, sigo sentado en mi viejo sillón, en mi rincón favorito, esperando que el jefe me llame para navegar nuevamente, porque ese es mi destino….yo lo sé.
PRIMER PREMIO POR EL ESTADO DE VERACRUZ EN EL CONCURSO LITERARIO “ MEMORIAS DEL VIEJO Y LA MAR” , AUSPICIADO POR LA SECRETARÍA DE MARINA - ARMADA DE MEXICO, 2009. AUTOR: CUAUHTÉMOC PARRA SÁNCHEZ, VERACRUZ, VER.
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